martes, 27 de septiembre de 2011

Por un Estado laico y protector de derechos


A raíz de que la Asamblea Legislativa del Distrito Federal legisló en materia de protección de los derechos de las mujeres y despenalizó la interrupción del embarazo, se ha profundizado un debate que ha alcanzado cobertura nacional y que ahora,  de nueva cuenta, concita opiniones de diversa naturaleza y muchas de ellas francamente encontradas. Este debate es frecuente que borde sobre formulismos jurídicos, pero en el fondo lo que se está resolviendo en la Corte es si el Estado mexicano debe o no proteger derechos fundamentales de los ciudadanos —en este caso particular— de las mujeres.

En el propósito de anular la reforma de las y los legisladores del DF, que protege derechos de las mujeres, los conservadores recurrieron a la argucia de pretender conculcarle a la Asamblea Legislativa del DF la facultad de legislar en materia de protección de derechos de los individuos. Esto se evitó cuando la Suprema Corte de Justicia de la Nación declaró infundadas aquellas consideraciones que pretendían anular la jurisdicción de la Asamblea Legislativa del DF y de otros congresos locales para legislar en materia de despenalización del aborto.

A partir de esta sentencia de la Corte, la reacción conservadora se concentró en influir en los congresos locales hasta lograr que 18 de éstos reformaran su respectiva Constitución estatal para, en sentido contrario a la reforma del Distrito Federal, penalizar la interrupción del embarazo. Esto fue posible sobre la base de una alianza política y programática constituida entre PRI, PAN y los sectores más conservadores de la Iglesia católica y ello bajo el argumento de que “la vida humana existe desde el momento mismo de la concepción”.

Esta idea que en el mundo y en México enarbola la derecha más conservadora está sustentada básicamente en preceptos morales y en convicciones religiosas; que siendo respetables para quien no las comparte, no pueden ser impuestas como norma legal a todas las personas y al conjunto de la sociedad.

No es verdad que a partir del momento mismo de la concepción exista un individuo y una persona jurídica y que por lo tanto se comete un crimen si se interrumpe —en determinado tiempo— un embarazo (en ello coinciden las investigaciones científicas más serias y reconocidas, nuestra Constitución y los tratados internacionales que refieren este tema). Desde el punto de vista jurídico y legal no hay nada punible y quienes quieren castigar a las mujeres que abortan antes de las 12 semanas de embarazo se oponen a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y además pretenden anular un derecho fundamental de las mujeres: Decidir sobre su propio cuerpo.

Sé que este punto de vista confronta a otros y eso debe ser perfectamente entendible, aceptable en una sociedad que se precia diversa y plural, en un Estado nacional que preserva en la Carta Magna su condición laica, la libertad de las personas a profesar o no cualquier religión, a compartir o no cualquier pensamiento político o moral. Las concepciones religiosas de las personas están referidas al ámbito de lo particular y nuestra Constitución nos garantiza a los particulares el derecho a profesarlas. Pero esas concepciones particulares sobre religión, filosofía, ideología política, etcétera, no pueden imponerse (como está sucediendo en San Luis Potosí, en Baja California y en 16 estados más) a todas las personas. Cuando eso sucede, el Estado laico y republicano se desvanece y es sustituido por un Estado totalitario y dictatorial.

En una visita a Uruguay encontré escrita en una pared la siguiente frase: “El problema es que pienses que mi cuerpo te pertenece”. Ese es el problema de quienes insisten, en México, en castigar a las mujeres que ejercen su derecho a decidir sobre su propio cuerpo y su vida.

martes, 20 de septiembre de 2011

La normalidad de la desesperanza

Excélsior

Ya han pasado algunas semanas desde el incendio del Casino Royale y las cosas en el país vuelven, como en trágica fatalidad, a la “normalidad de la desesperanza”.

En la Cámara de Diputados se hacen debates sobre la tragedia de Monterrey y cada quien de los oradores ubica a los responsables. Que si Gobernación, que si el alcalde, que si el gobernador, que si Calderón, que si el crimen organizado, que si la corrupción, que si la policía... y así las discusiones continuarán por unos días más. Pero este tema, como el de los infantes de la guardería de Hermosillo, el de la niña Paulette en el Estado de México, el de los migrantes sacrificados en San Fernando, el de los “desconocidos” sepultados en Durango y como otros más; éste, el de los casinos, será otro tema que poco a poco se irá agotando, desvaneciéndose y desapareciendo de los periódicos y los noticieros.

Volveremos a la “terrible normalidad” de un país en donde la corrupción es lo ordinario, donde la violencia más salvaje es lo habitual; a un México en donde la indiferencia y el individualismo se filtran hacia todos los espacios y rincones de la sociedad, y corroen las formas más elementales de cualquier convivencia civilizada.

¿Qué deberá suceder para que el país se cimbre desde los cimientos y los mexicanos tomemos conciencia de la necesidad de un profundo cambio que nos aleje de la propensión a acostumbrarnos a vivir, día a día, acompañados de la desgracia, de la tragedia y del profundo desgaste de nuestra nación.

Para que Nicaragua se pudiera desprender de Somoza, aquel dictador corrupto y despiadado, esa nación tuvo que pasar por el dolor de vivir el terrible sismo de 1972 y experimentar la felonía del sátrapa, que antes que auxiliar a la victimas, se robaba —literalmente— la ayuda que enviaba la solidaridad internacional.

La revolución sandinista fue alentada, sin duda, por la indignación que entre los nicaragüenses provocó, especialmente durante la tragedia, la actitud ultrajante de Somoza.

Los cambios políticos que en México vivimos en 2000 también fueron influenciados por la indolencia e irresponsabilidad con que actuaron las autoridades civiles durante el terremoto de 1985. Cada año en septiembre lo recordamos, particularmente, por la solidaridad ciudadana que hizo enorme contraste con la irresponsabilidad de los gobernantes. El sismo de 85 también fue determinante en el proceso de cambio que el país comenzó a experimentar tres años después, es decir en la insurgencia cívica de 1988.

Guardando comparaciones, hoy estamos viviendo en el país entero “un sismo social” de mayor fuerza destructiva que el que se ensañó con la ciudad capital. El “sismo” actual no tumba edificios, pero derrumba instituciones en lugar de alentar, como aquél, cohesión ciudadana. Este agrieta profundamente la convivencia social al grado de poner en riesgo los cimientos en los que se sostiene el Estado nacional.

Dice Enrique Semo (Diálogos nacionales. UNAM) que en condiciones normales no hay necesidad de un pacto nacional.

¿Pero son normales las condiciones que vive México hoy? El académico universitario contesta que NO y rechaza que nos acostumbremos a esa “normalidad” que nos hace perder toda esperanza.

Es cierto que ahora se están frustrando las posibilidades de que todas las fuerzas liberadas en el proceso político-social que se inició en 1985 confluyan para cambiar aspectos esenciales en nuestro país. Es verdad, dice Semo, que nos encontramos empantanados en el mismo lugar que estábamos antes de julio de 2000: fragmentación social, transición frustrada, voluntad de cambio económico y social que no se realiza; es decir: pérdida de esperanza y extravío del país.

Pero, por ello mismo, porque lo que priva en el país es la desesperanza, es tan urgente y se hace tan necesaria una nueva voluntad y el mayor de los esfuerzos para materializar un Pacto Nacional que permita que confluyan las diversas fuerzas políticas y sociales en el logro de dos objetivos principales: sacar al país del estancamiento, del pantano en que se encuentra, y que se dé rumbo cierto a México.

Un Pacto Nacional es buena respuesta para que el país logre salir de esa “normalidad” del escepticismo y la desesperanza.

martes, 13 de septiembre de 2011

De un Estado débil a uno fallido

Excélsior


En días pasados, Calderón ha hecho una fuerte crítica al Poder Judicial y de manera directa señaló a los jueces federales como responsables —en gran parte— de que continúen la violencia y la inseguridad en el país. Palabras más, palabras menos, el encargado del Ejecutivo federal ha dicho que él aprehende a los delincuentes y los jueces los dejan en libertad. Por su parte, el Poder Judicial, a través de la Judicatura, rechaza tal crítica y a su vez ubica en la Procuraduría General de la República —principalmente— la causa de la impunidad con la que actúan muchos de los delincuentes.

Los reproches de Calderón no sólo se han dirigido hacia los jueces, sino de manera recurrente culpa al Poder Legislativo —incluidos los partidos de oposición— de ser causantes, por su inacción, de la violencia creciente en el país. Igual que el Judicial, la mayoría del Poder Legislativo responsabiliza a Calderón —al aplicar una estrategia equivocada— de que continúen la inseguridad, la impunidad, la corrupción; y campeen a lo largo y ancho del territorio nacional.

Así, con dimes y diretes, con acusaciones mutuas, con autoexculpaciones de los principales actores políticos, se comete el error de paralizar al país en la coyuntura y, con ello, perder de vista la causa principal de este flagelo que impacta cada vez más con víctimas inocentes, con miedo e incertidumbre, a la sociedad.

La causa principal se encuentra en un serio déficit de la capacidad del Estado, al grado que “si bien no estamos ante un Estado fallido, sí ante un Estado que se ha mostrado poco capaz para proveer bienes públicos y enfrentar los diversos poderes fácticos” (José Luis Méndez. Los grandes problemas de México. Edición de El Colegio de México).

La existencia de un Estado gravemente debilitado es el problema medular y desde el cual se desprenden otros, como los de la inseguridad, la violencia, la creciente pobreza entre la población (más del 46%) y  el sentimiento generalizado entre la ciudadanía de que el país no tiene rumbo. Sin embargo, los actores políticos influyentes no observan esta parte de la realidad y por lo tanto sus acciones, reacciones y propuestas se limitan al corto plazo del calendario electoral. En su mayoría, los partidos y sus dirigentes, los funcionarios (desde el Presidente de la República, gobernadores, presidentes municipales) se encuentran elaborando un discurso que les permita —a duras penas— solventar la coyuntura de los próximos comicios.

Esta cortedad de miras puede conducir —hay diversas experiencias en el mundo y en nuestro país— hacia un quiebre profundo del tejido social y con ello abonar al surgimiento de “salidas de fuerza” (pena de muerte, militarización, estado de excepción, etcétera) o regresiones hacia gobiernos de corte autoritario. Dice José Luis Méndez: “Una acumulación de decisiones equivocadas puede, más rápido de lo que se piensa, convertir a un Estado fuerte en uno débil o a uno débil en uno fallido”.

Podrá insistirse en algunos cambios legislativos, en algunas correcciones superficiales, pero eso no traerá las soluciones de fondo, que son necesariamente las de corte estructural, es decir: el cambio de régimen político y el cambio profundo del modelo económico. Es cierto que, para medidas de esta naturaleza, los gobiernos panistas perdieron la capacidad de impulsarlas porque nunca pudieron concebirlas.

Un nuevo gobierno requerirá —ciertamente— voluntad para promover cambios profundos a la débil estructura del actual Estado pero, además, comprender que la construcción de una nueva gobernabilidad democrática obliga —contra cualquier providencialismo o autoritarismo— a la participación de la diversidad de fuerzas políticas, factores económicos y sociales del país.

Un nuevo Pacto Social y Político es la respuesta de fondo a la grave debilidad del Estado mexicano

martes, 6 de septiembre de 2011

Ataque real contra la libertad de expresión

Excélsior

El 26 de agosto María de Jesús Bravo Pagola y Gilberto Martínez Vera fueron detenidos por la Procuraduría General de Justicia del Estado de Veracruz, por haber difundido información por medio de la red social Twitter sobre supuestos actos del crimen organizado en el puerto veracruzano. Obviamente, la difusión de cierta información puede causar pánico entre la población, pero ello no es responsabilidad de los twitteros, sino que la causa está en la situación de  violencia desbordada que se vive en todo el país.

Con el endeble argumento de que la información difundida por este par de twitteros causó pánico, la Procuraduría veracruzana les imputó los delitos de terrorismo y sabotaje. La acusación anterior resulta procedente para una juez local, quien el 31 de agosto le dictó auto de formal prisión a Bravo Pagola y Martínez Vera.

Si bien este ataque a la libertad de expresión puede estar fundamentado, en una autoritaria y confusa tipificación de los delitos de terrorismo y sabotaje en la legislación penal de Veracruz, es evidentemente contrario a las libertades y garantías establecidas en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y en los principales instrumentos internacionales de Derechos Humanos.

En lo que atañe al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos establecen que todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión. Este derecho incluye: no ser molestado a causa de sus opiniones, investigar, recibir información y opiniones, así como difundirlas.

Nuestra Constitución establece en su artículo sexto que la manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, en caso de que ataque a la moral, los derechos de terceros, provoque algún delito o perturbe el orden público.  A su vez, el artículo séptimo considera inviolable la libertad de escribir y publicar escritos sobre cualquiera materia.

Como se puede inferir del texto constitucional, la libertad de expresión tiene ciertas limitantes: defender o propagar faltas, vicios y delitos o se haga apología de ellos; exponer al odio, desprecio o ridículo de las personas, así como causar un menoscabo en su dignidad, honor o reputación; destruir las instituciones del país, provocar al motín o la sedición, entre otras limitantes. 

Queda claro que la libertad de expresión no es absoluta, pero de ninguna interpretación del texto constitucional se puede desprender un razonamiento que prohíba la expresión de alerta sobre  hechos no confirmados. De ser así, se tendría que proceder judicialmente contra medios impresos y electrónicos de comunicación que cotidianamente difunden rumores en forma de trascendidos y reportes de “último momento”.

La acción penal contra los twitteros veracruzanos es un ataque contra la libertad de expresión,  y una muestra del autoritarismo característico del viejo régimen, en el que no era tolerable que la información se descentralizara y escapara a los controles tradicionales.  

El intento de restablecer tal visión autoritaria, evidencia una crisis de gobernabilidad que algunos gobernantes, de diverso signo partidario, pretenden resolverla con acciones de Ministerio Público.

La crisis política del Estado mexicano no se corregirá blandiendo espadas, por el contrario, se requerirá una gran capacidad para recuperar la política.