martes, 25 de octubre de 2011

Los operadores del lopezobradorismo: Bejarano y Padierna

 
Cuando Andrés Manuel López Obrador mandó al diablo a las instituciones, incluyó a los partidos políticos (especialmente al PRD). Desafortunadamente para este partido, López Obrador no decidió únicamente desvincularse de la organización que le sirvió de plataforma para convertirse en una figura nacional, sino además decidió emprender una estrategia para socavar y descalificar al instituto político más importante de la izquierda del país.

Así, bajo la lógica autoritaria de destruir lo que no se controla, el lopezobradorismo dentro del PRD (René Bejarano y Dolores Padierna) ha mantenido un esfuerzo sistemático para lesionar al partido. Padierna y René Bejarano, quienes suelen negar que actúen bajo las directrices de López Obrador, a pesar de que es notorio que están estrechamente vinculados al apoyo de su candidatura, buscan —y en no pocas ocasiones lo logran— impactar negativamente en los trabajos de este partido.

Todo esfuerzo que ha hecho el PRD por revertir el rechazo que genera la visión de un partido violento y conflictivo (de manera particular la estrategia poselectoral de 2006) ha sido torpedeado por esta mancuerna de operadores políticos. Son muchos los ejemplos, pero para mencionar algunos, recordemos su colérica oposición a las coaliciones electorales para reiniciar la transición democrática en las entidades federativas dominadas por los cacicazgos dependientes del Partido Revolucionario Institucional; de su febril resistencia a la reforma política en el Congreso; de su combate a la posibilidad de los gobiernos de coalición y de su negativa a cualquier reforma al interior del PRD.

El hecho de que muchos de los militantes perredistas se hayan convencido de tener instituciones democráticas, en lugar de caudillos, no sólo significa una afrenta a la visión anacrónica y autoritaria de hacer política, sino que esto lo observan como un obstáculo en la ruta para lograr la candidatura presidencial de López Obrador por el PRD.

El fortalecimiento orgánico e institucional del sol azteca; que haya un nuevo padrón electoral; la existencia de comités de base; la elección representativa de los dirigentes, así como su reposicionamiento entre el electorado, también significan un obstáculo a la pretensión de presentar al movimiento de López Obrador como la única opción para “salvar al pueblo”.

En este contexto, el proceso para renovar los órganos de dirección, llevado a cabo este domingo, lo vio el lopezobradorismo (Bejarano, Dolores y Sotelo) como una oportunidad para deteriorar la imagen del partido y desprestigiar a quien le está disputando la candidatura presidencial por el PRD y la izquierda.

De esta manera, desde el inicio del proceso electoral, el lopezobradorismo ha obstaculizado sistemáticamente el proceso electivo interno del PRD, usando desde tácticas dilatorias, acciones descalificadoras de las elecciones y no han parado en utilizar el uso de la fuerza, como sucedió en algunos estados.

La estrategia perversa de evitar el crecimiento del PRD, aunada al hecho de que la votación de la militancia evidencia que la corriente liderada por Padierna y Bejarano se encuentra en minoría al interior del partido, son el motor de la descalificación del proceso y sus actores.

Por cierto, ha sido magnificada por algunos medios de comunicación vinculados al priismo y empeñados —literalmente— en la candidatura de Peña Nieto.

Afortunadamente para la izquierda en nuestro país, el proceso interno del PRD, a pesar de las complicaciones técnicas propias de una elección hecha con premura debido a un indolente mandato judicial, ha logrado cumplir con el objetivo de ser el medio por el cual se elige democráticamente a los integrantes de los órganos de dirección partidaria.

En próximos días, el lopezobradorismo en el PRD continuará con su campaña en contra del partido y contra Marcelo Ebrard, pero por fortuna sus principales voceros, Padierna y Bejarano, carecen de cualquier autoridad ante la mayoría de los perredistas y ante la sociedad.

Son operadores de López Obrador pero, en los hechos, son apoyadores de Peña Nieto y el PRI.

martes, 18 de octubre de 2011

Los riesgos del regreso al pasado


Al preguntarle a los ciudadanos latinoamericanos y de manera especial a los mexicanos, qué opinan de la “democracia” que viven, la respuesta claramente mayoritaria es de rechazo. Incluso un número importante preferirían un régimen autoritario si éste les garantizara orden, seguridad pública y bienestar social.

El desencanto y hasta el repudio hacia todo aquello que tenga que ver con la política (los partidos, desde luego) está directamente condicionado al creciente deterioro de las condiciones de vida de la población. La ciudadanía percibe que con “esta democracia realmente existente” no se está avanzando hacia mayor bienestar y, por el contrario, México retrocede hacia mayor inseguridad, corrupción, desempleo y pobreza. Hay decepción, pero sobre todo incertidumbre acerca del futuro inmediato del país y la hay, especialmente, en lo que respecta a la vida de las personas, de sus familias.

Es entonces, explicable, que la ciudadanía no vincule bienestar personal y familiar con democracia y quizás por ello mismo podríamos entender por qué un importante número de electores están volteando la vista hacia el pasado priista como una posible salida a esa terrible incertidumbre.

En la historia del país, es frecuente ese sentimiento de buscar, desesperadamente, en el pasado, las soluciones que no se encuentran en el presente y que menos se vislumbran en el futuro. En el periodo de tiempo comprendido entre la consumación de la Independencia de la monarquía española en 1821 y la restauración de la República en 1867, los entonces nostálgicos del pasado promovieron para México dos imperios, dos anexiones, e instalaron a una alteza serenísima que ocupó durante diez ocasiones la Presidencia. Más adelante, Porfirio Díaz se levanta en armas contra la reelección del entonces presidente Lerdo de Tejada, y el tuxtepecano se instala en el poder por más de 30 años.

A principios del siglo pasado, se hace una revolución para recuperar la República y, en el nombre de esa revolución, se instala un maximato y una “monarquía sexenal” que duró ocho décadas.

Hay en el país una especie de “maldición” por reinstalar al pasado y tratar de encontrar en éste las respuestas que no localizamos en el presente de extravío e incertidumbre.

Ahora mismo, ante el fracaso que significaron los dos gobiernos panistas de la alternancia, algunos sectores de la sociedad, de nueva cuenta, suspiran nostálgicos por el pasado y ven no sólo posible sino incluso indispensable el regreso del priismo autoritario y corrupto, del poder omnímodo, del presidencialismo absolutista y metaconstitucional.

Como es conocido, en nuestra historia nacional cualquier intento de regreso al pasado ha significado una tragedia y los males que se querían corregir aparecieron revitalizados y más dañinos. Si aprendemos de la historia, la tragedia podría repetirse y de nueva cuenta se podría abrir camino para la restauración del viejo régimen, aquel que la democracia no ha podido sustituir.

Habría, sin embargo, un agravante que es obligado tener en cuenta. Sabemos que el presidencialismo de viejo cuño (el del priismo anclado en el nacionalismo revolucionario) sometía, cuasi de manera absoluta, a todos los demás poderes (a los formales de una República simulada y a los fácticos, incluidos los económicos y mediáticos). Emilio, El Tigre, Azcárraga, el hombre todopoderoso de la televisión, comprendió la regla del presidencialismo y se asumió como “un soldado del Presidente”. Ahora, hay una diferencia fundamental y se ha cambiado una de las ecuaciones que definían, entonces, la estructura del poder político: El poder de la televisión monopolizado, antes sometido al Presidente, ahora se encuentra en la circunstancia de someterlo.

Así sucedería sí Peña Nieto ganara la elección presidencial.

jueves, 13 de octubre de 2011

Texto donde hablo de "La Izquierda Modosita"

Por: JESÚS ORTEGA MARTÍNEZ


La situación del PRD, mi partido, es sin duda, difícil y compleja. Sería una gran necedad negar lo evidente.

El 5 de mayo de este año se cumplirán 19 desde que iniciamos, miles y miles de hombres y mujeres, su formación y su desarrollo. Durante este tiempo, los perredistas hemos enfrentado grandes desafíos y muchos de ellos los hemos superado.

Hemos transitado un camino sembrado de obstáculos, los cuales, no sin grandes esfuerzos, hemos podido superar para que, en el recuento final de estos casi 19 años de existencia, afirmemos que el balance es positivo.

Nunca antes, salvo en la etapa de gobierno del general Cárdenas, la izquierda en general había tenido tanta influencia en el acontecer político y en el rumbo del país.

El capital político que hemos acumulado los perredistas es muy importante y a pesar de no pocas opiniones en contrario, lo podemos hacer crecer hasta convertir a la izquierda en una gran fuerza no solo influyente, sino, además, determinante para el cambio y el mejor desarrollo democrático y de justicia para el país.Sin embargo, parecería, que en lugar de seguir avanzando, en momentos como el actual, se nos impone, casi hasta aplastarnos, la pesada lápida de nuestro pasado.

Marx escribía a propósito de las revoluciones del siglo XIX: "La revolución social del siglo XIX no puede sacar su lírica del pasado, sino únicamente del futuro. No puede iniciar su tarea sino antes de deshacerse de toda adoración supersticiosa del pasado". "Las revoluciones previas necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia para pasmarse con su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe permitir que los muertos entierren a sus muertos, para concientizarse de su propio contenido. Allí la frase desborda el contenido; aquí, (ahora) el contenido (debe) desbordar la frase".

Esta expresión de Marx se aplica, perfectamente, al dilema que vive el PRD en esta evidente crisis. El PRD ha crecido pero no puede alzar el vuelo y convertirse, en el siglo XXI, en la fuerza de gobierno alternativa a la derecha, porque ideológica y culturalmente no se atreve a superar a su pasado.
Las viejas ideas, muchas de ellas decimonónicas y las viejas prácticas autoritarias, muchas de ellas heredadas del socialismo antidemocrático (estalinismo) y del priísmo, continúan, especialmente en algunos perredistas, aprisionándolos hasta la asfixia.

La frase seca o la consigna hueca determinan nuestro comportamiento y anulan cualquier contenido.
Un ejemplo de esto, es lo siguiente: "Los moderados son conservadores avispados" y en esta frase se pretende resumir el rumbo de la izquierda en el país. De una frase, entonces, se deriva la consigna "fuera los moderados; nada con los modositos; los modositos son entreguistas y colaboracionistas; los moderados son calderonistas"; y comienza, no podría ser de otra manera, con ímpetu y frenesí, la cacería de "moderados" que para todo propósito son considerados "infieles".
El pasado encadena a la izquierda y la historia del siglo XIX, estudiada superficialmente, se traslada al siglo XXI. Los muertos no han enterrado a sus muertos. El dilema del PRD no es entre rudos y moderados, es entre el partido del pasado o uno que vea al futuro, con la mira en alto.

martes, 11 de octubre de 2011

Desprenderse de los mitos


Como en pocos países, en México la política se desarrolla y lleva a cabo envuelta en una compleja estructura de poder colmada de mitos y prejuicios; los mismos que, a través de lenguajes, símbolos, formas y comportamientos, han contribuido decididamente en nuestro proceso histórico y han sido determinantes para la conformación de la difícil realidad que ahora vive nuestro país. A esa mitología de la política mexicana no ha podido sustraerse la izquierda y, por el contrario, a lo largo de su propia historia ha favorecido que sea parte importante de su ideología, de su pensamiento.

Uno de esos mitos de la izquierda mexicana, que ha compartido —por muchos años— con las fuerzas conservadoras, es que “el presidencialismo es la única forma de gobierno posible en nuestro país”. Este mito tiene, desde luego, orígenes históricos nacionales (el tlatoani, el virrey, el hombre providencial, el cacique, el jefe máximo), pero también es parte de una cultura política autoritaria que ha acompañado a la izquierda mexicana desde la revolución bolchevique y especialmente durante el estalinismo. Estas dos herencias históricas que aún carga la izquierda, influyen sustantivamente para que ésta siga creyendo, en momentos tan dramáticos para el país, en la necesidad del “presidencialismo” como la única vía para “la salvación de la patria”.

Este mito que asume una parte de la izquierda es en esencia el mismo que ahora enarbolan sus contrincantes políticos, especialmente el PRI, que en sus afanes restauradores propone a través de Peña Nieto un presidencialismo más autoritario y con menos representatividad que el que terminó en el año 2000. El presidencialismo de Peña Nieto es una forma más elaborada de caudillismo; es el que se construye desde el poder de los medios de comunicación y al margen de la política.

Dice Ernst Cassirer: “Siempre que hay una empresa peligrosa y de resultados inciertos surge una magia elaborada y una mitología conectada con ella” [...] “En situaciones desesperadas, se recurre a medidas desesperadas y si la razón nos falla queda el último recurso, queda el poder de lo mitológico. El anhelo del caudillo aparece cuando un deseo colectivo ha alcanzado una fuerza abrumadora y por otra parte se ha desvanecido toda esperanza de cumplir ese deseo por la vía normal, ordinaria (democrática) y se declara que los vínculos sociales como la ley, la constitución, han perdido todo valor y lo único que queda es la autoridad del caudillo, y el caudillo es toda la autoridad”.

De alguna manera, esto sucede ahora en nuestro país. Se ha agotado el pacto social que se constituyó a principios del siglo pasado, se disolvieron las alianzas que lo sostuvieron, la Constitución y las leyes pierden actualidad y vigencia, la política pierde credibilidad y... la desesperación en la sociedad posibilita la medida desesperada de la regresión hacia el viejo régimen presidencialista antidemocrático. Sea esto por la ruta que traza el poder mediático tripulando al PRI; sea por la ruta del conservadurismo calderonista, empeñado —como en los viejos tiempos del priismo— en imponer sucesor; o sea por la ruta de una izquierda que asumiéndose revolucionaria, paradójicamente, se obstina en mantener el viejo régimen del poder político unipersonalizado.

En la izquierda se debería comprender que en los tiempos de crisis es cuando hay que derrumbar las antiguas formas de dominación y dentro de éstas se encuentra el mito de que el pueblo de México —por su idiosincrasia y su historia, dicen— “necesita de un salvador de la patria”.

El cambio verdadero en el país requiere hacerse fuera de la mitología que ha substituido a la política. Avanzaremos en la medida en que dejemos de idolatrar al personaje para, en lugar de esto, construir un nuevo régimen de gobierno apuntalado en una nueva mayoría social y política, en un sistema de instituciones democráticas y en un nuevo pacto social.

martes, 4 de octubre de 2011

El dogma de los justicieros

Excélsior

“Y vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos”. Esta es una expresión que Cervantes pone en voz de Don Quijote de la Mancha y con ella nos da una lección de lucidez, de sensatez que podría ayudar ahora, a muchos compañeros de la izquierda, a entender que para triunfar en la lucha política no es suficiente con “ser de los buenos”.

En realidad esta idea de “buenos y malos” evidentemente tiene connotaciones místico-religiosas que poco o nada tienen que ver con la razón y menos aún debiera vinculársele con la racionalidad de la política como instrumento para la  transformación de la sociedad.

Cuando pensamiento y acción política son confundidos con “lucha entre buenos y malos”, los resultados son generalmente desastrosos. Los que se definen a sí mismo como los “únicos buenos” y además, consagrados a un mandato propio o a uno revelado, no aceptan otra cosa que su dogma de bondad y todo lo que no quepa en ella es “malo”. Visiones de esta naturaleza, generalmente conducen a sistemas absolutistas.

Robespierre, “el puro, el incorruptible”, en su convicción de que la Revolución Francesa debería de asumirse desde su visión moral, guillotinó a todos aquellos, incluidos sus propios compañeros revolucionarios, que no la compartían.

“La pureza”, la mística idea “del ser supremo”  y después el terror, substituyeron los objetivos de igualdad, libertad y fraternidad que alentaron y dieron contenido a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

En esa concepción maniquea de la vida, todos los que desean estar del lado de “los buenos” están obligados a aceptar y acatar el dogma que imponen “los justicieros”, los consagrados en su particular visión de un nuevo orden de bondad, su particular visión de hacer el bien y de exterminar toda contaminación. En ese propósito no paran en las formas y la violencia más extrema puede ser sólo uno de sus medios.

Otra faz de ese dualismo absoluto es que sólo ellos, nadie más que “los puros”, los intrínsecamente buenos, son capaces de construir una sociedad que remplace la que se considera pervertida. Y para ello, deben someter al anatema, a la descalificación, a la represión, a todo el que no concuerde con su ideal de bondad o... con su delirio.

En estos difíciles tiempos  hay que recuperar la racionalidad de la política y comprenderla como confrontación de propuestas y proyectos para la conducción del país.

No hay que convertir la lucha política y la próxima contienda electoral en una cruzada o en una yihad.
Cierto que hay que combatir a los conservadores y a los restauradores, pero no debemos hacerlo —no la izquierda— como misioneros o predicadores; hay que combatirlos con razones, con ideas nuevas, con propuestas, con alternativas viables para construir una sociedad de libertad, de justicia y de democracia.

Por último y atendiendo al consejo de Don Quijote, a esos conservadores y a esos restauradores hay que ganarles aplicando una estrategia que nos haga sumar al proyecto de izquierda democrática a los millones de mexicanos y mexicanas que hoy son escépticos pero que quieren un cambio que sea posible y pacífico.