martes, 25 de agosto de 2015

Juez en propia causa


Desde hace milenios existe un principio general del derecho conocido como: Nemo esse iudex in sua causa potest —Nadie puede ser juez en propia causa—.Este principio de derecho es sencillo de comprender, pero aun siendo así, imaginemos que un juez en materia penal es acusado de un delito por el que es sometido a un proceso judicial. Imagine que este juez designa a uno de sus empleados como el que lo va a juzgar. ¿Sería muy difícil saber de antemano que la sentencia sería exculpatoria? ¡Por supuesto que no!

Esto mismo es lo que sucede en los escándalos de corrupción que enfrenta el gobierno federal. El hecho de que el secretario de la Función Pública sea un subordinado del Presidente de la República, nombrado y removido sin ninguna limitante por este último, le resta al mencionado secretario cualquier atisbo de credibilidad y certeza en sus investigaciones y conclusiones.

Por lo anterior, no es de sorprender la justa y airada indignación de amplios sectores de la población tras la absolución por parte de Virgilio Andrade —secretario de la Función Pública—, quien no encontró ningún conflicto de interés del presidente de la República, Enrique Peña Nieto, de su esposa Angélica Rivera ni del secretario de Hacienda, Luis Videgaray, en la compra de tres polémicos inmuebles al Grupo Higa, empresa privada que tiene 22 contratos con el gobierno federal. El mencionado dictamen de absolución es contrario a cualquier contenido democrático y republicano.

Para Norberto Bobbio, la democracia se puede definir de diversas formas, pero la definición siempre debe incorporar la visibilidad o transparencia del poder. Esto es así debido a que existe un poder al que el mismo Bobbio llama “invisible”, y que se incrusta en el poder visible o legal, y el cual tiene, como una de sus manifestaciones, “al subgobierno”.

El subgobierno aparece cuando el Estado asume funciones en la economía y desde éstas, la clase política ejerce el poder, ya no sólo a través de las formas tradicionales de la ley, del decreto legislativo, de las distintas clases de actos administrativos, sino también a través de la gestión de centros de poder económico —adjudicaciones, coinversiones, administración de empresas paraestatales, por ejemplo.

Este “gobierno invisible” impacta negativamente en los temas de fiscalización y rendición de cuentas, puesto que los integrantes del gobierno invisible impiden, en alguna forma, legal o extralegal, que los asuntos polémicos del ejercicio de los recursos públicos sean conocidos por la mayoría de los ciudadanos.

El costo de este subgobierno y sus redes de corrupción es enorme para las y los mexicanos. No sólo lo es en materias evidentes como la seguridad pública, sino que, a nivel económico, la corrupción impacta directamente en la confianza de la ciudadanía y de los inversionistas, ahoga a emprendedores y les suma un costo asfixiante a los costos de producción y a los precios de los servicios. 

Para evitar que se repitan casos como los llamados: Casa Blanca y la casa de Malinalco —y si se repiten, que no queden en la impunidad— es indispensable fortalecer los mecanismos autónomos del Estado para el control, fiscalización y rendición de cuentas del gobierno. Deben, los entes fiscalizadores, ser autónomos e independientes para que en el sistema de equilibrios y controles se combata de manera eficaz la corrupción en el gobierno federal o en otras instituciones del Estado nacional.

No es correcto que investigaciones sobre conflictos de interés entre funcionarios y particulares sean realizadas por quien, a su vez, incurre en un conflicto de interés (SFP) por investigar y, en su caso, sancionar a su jefe, es decir, al Presidente de la República.

Los asuntos de posibles actos de corrupción o de conflicto de interés debieran ser investigados de manera independiente para que, relaciones del poder público con intereses privados que falten a la ética y a la ley, estén sujetas a mecanismos que las detecten y las castiguen.

Mientras no superemos la grave crisis que vive el Estado mexicano por la corrupción, nuestros anhelos de un país seguro y desarrollado se verán truncados por el “gobierno invisible”.

*Expresidente del PRD


Twitter: @jesusortegam


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martes, 18 de agosto de 2015

El mito de los salvadores de la patria


Thomas Carlyle, el célebre escritor escocés, decía que “la democracia es la desesperación de no encontrar héroes que nos dirijan”. Esta definición sobre la democracia es, lamentablemente, la que con terquedad hemos insistido en asumir la gran mayoría de las y los mexicanos a lo largo de nuestra vida como nación. Nuestra historia nacional escrita es la referencia casi exclusiva a esos héroes, a esos individuos “excepcionales, singulares” a los que Carlyle asigna “todo el avance de la humanidad”.

Si el autor de Los héroes tiene una visión casi totalitaria sobre el papel que juegan tales individuos “excepcionales” en la historia de la humanidad, ésta no es diferente a la que comparte la mayoría de las y los mexicanos, incluida una buena parte de los que se asumen de izquierda y que ven la presencia de “los salvadores” como una necesidad de sobrevivencia de la nación.

Por eso, a personajes como Hidalgo los adoptamos como a nuestros “Padres de la Patria” y lo mismo sucedió con Antonio López de Santa Anna, “su alteza serenísima”, a la cual en once ocasiones le fueron a buscar para que, como Presidente de la República, “salvara” a la patria. Así también sucedió con Juárez y no fue diferente con Porfirio Díaz.

En el siglo XX, los caudillos revolucionarios, los presidentes de la República, crearon a Pedro Páramo y nos convirtieron, a todas y a todos los mexicanos, en sus hijos, porque, como decía Federico Campbell: “Pedro Páramo es una mentalidad, un resultado histórico y social”.

De la misma manera, a principios del siglo XXI, seguimos como nación buscando a ese padre y, por ello mismo, muchos de los que pretenden ser  presidentes buscan denodadamente aparecer ante la gente como los nuevos “salvadores de la patria”, buscan reencarnar en nuevos Juárez, en nuevos López, en otros Porfirios, es decir, en esos seres excepcionales, únicos, singulares, insustituibles, infalibles y a los que el pueblo de México —así lo piensan— sigue esperando.

Esta cultura política resultado de la visión individualista, personalista de los acontecimientos históricos y de los  procesos sociales; esta visión feudal de identificar al Estado en un individuo, nos recorre horizontalmente como país y de manera particular se recrea en la vida de los partidos políticos.

A mediados de enero de 2012, el entonces candidato presidencial del PRI se reunió con un grupo de periodistas y politólogos a quienes externó su opinión sobre varios temas, pero puso énfasis en los relacionados a la gobernabilidad del país. Ahí dijo estar en favor del presidencialismo, de disminuir el número de legisladores, de darle mayor peso y amplitud cuantitativa a la cláusula de gobernabilidad; habló de las minorías eventualmente virulentas, rudas, difíciles; de fortalecer al Poder Ejecutivo y evitar lo que identificó como “la trampa de la relación del Ejecutivo-Legislativo”.

Peña Nieto reflejaba con sus palabras lo que decía Ernst Cassirer: “Siempre que hay una empresa peligrosa y de resultados inciertos surge una magia elaborada y una mitología conectada con ella (...) En situaciones desesperadas, se recurre a medidas desesperadas y si la razón nos falla, queda el último recurso, queda el poder de lo mitológico. El anhelo del caudillo aparece cuando un deseo colectivo ha alcanzado una fuerza abrumadora y, por otra parte, se ha desvanecido toda esperanza de cumplir ese deseo por la vía normal, ordinaria (democrática) y se declara que los vínculos sociales como la ley, la Constitución, han perdido todo valor y lo único que queda es la autoridad del caudillo, y el caudillo es toda la autoridad”. (Ernst Cassirer. El mito del Estado. FCE, México, 1968).

En sentido diferente, la izquierda debería comprender que en tiempos de crisis es cuando hay que derrumbar las antiguas formas de dominación y, dentro de éstas, se encuentra el mito de que por su idiosincrasia, el pueblo de México necesita un nuevo “salvador de la patria”.

El cambio verdadero en el país debiera hacerse al margen de esa simbología mitológica que se empeña en sustituir a la razón política. Avanzaremos en la medida en que dejemos de idolatrar al personaje providencial, al cacique, para, en sentido diferente, construir un nuevo régimen de gobierno apuntalado en una nueva mayoría social y política, en un sistema de instituciones democráticas y en un nuevo pacto social.

martes, 11 de agosto de 2015

Reformarse para reformar a México


Derivado de la tesis de que en política no se dan fenómenos de generación espontánea, es necesario comprender que un PRD transformado, reconstruido, surgirá de lo que hemos sido en los 26 años de nuestra existencia y de lo que somos ahora.

Por eso, no se trata de refundar al PRD, es decir, no se trata de volver a fundar a otro PRD, como si lo que hubiésemos hecho antes no tuviera ningún significado. Se trata, más bien, de reconocernos en lo que somos y hemos sido para  a partir de ello, identificar lo que debemos hacer ahora en una nueva etapa del permanente proceso de cambio de nuestro partido y de la sociedad mexicana.

Más que refundarnos, como si ello se tratara de algo inédito, de algo que buscamos construir de la nada, requerimos reformarnos, es decir, adquirir contenidos y formas nuevas que debieran orientarse a terminar con viejos hábitos, costumbres y contenidos anacrónicos.

Tampoco se trata de refundarnos para volver a nuestros orígenes, pues eso implica un comportamiento conservador. En sentido diferente, lo que debiéramos alentar es una profunda reforma del PRD para construir algo nuevo y diferente. No refundarnos, sino continuar construyéndonos y reconstruyéndonos en algo nuevo de manera permanente; en algo que responda eficazmente a las nuevas circunstancias que están presentes ahora en México y en el mundo.

Para lograrlo es necesario, entre otras acciones, desprendernos de la pesada carga de las ideologías. Los antecedentes principistas y programáticos del PRD se construyeron a partir de ideologías: del marxismo-leninismo y del nacionalismo revolucionario. El PRD reformado debe desprenderse de esas ideologías, porque ya son pensamientos fosilizados, son cadenas que nos mantienen aprisionados en esquemas conceptuales que, claramente, resultan anacrónicos. Volver a nuestros orígenes ideológicos significaría un intento de regreso al pasado.

A la historia en general y a nuestra propia historia debemos tenerla en cuenta, pero no como si en nuestro reloj las manecillas giraran en sentido contrario al paso del tiempo, buscando obsesivamente regresar a nuestros orígenes. En sentido diferente, necesitamos una reforma con la vista puesta en el porvenir, es decir, con perspectiva progresista.

¿Lo anterior significa que ahora entenderemos a la política sin principios, sin ideario, sin ideales, sin sueños, sin paradigmas? ¡No! Desde luego que no, pues, por el contrario, lo que debemos hacer es reformar nuestro quehacer político a partir, principalmente, de renovar nuestro pensamiento de izquierda para ubicar nuestros nuevos paradigmas, aquellos que correspondan a las realidades del mundo en el siglo XXI. No habrá renovación, no habrá manera de cambiar nuestra concepción de la política de izquierda sólo con voluntad política. La voluntad es inútil si no somos capaces de redefinir, desde el pensamiento, un nuevo rumbo y nuevos paradigmas.

En ese sentido, se ubica en la innovación del programa de nuestro partido. Cuando hablo del programa del PRD no me refiero al éter, aquella sustancia que, desde la visión de los griegos antiguos, respiraban sólo los dioses, en contraste con el aire pesado que respiraban los simples mortales.

¡No! Cuando me refiero al cambio de programa partidario, hago referencia a la necesidad de contar con propuestas claras, diáfanas, concretas, específicas, con las que el PRD debe ir al encuentro de las y los ciudadanos; las mismas que deben dar sustento al esfuerzo y la lucha por construir una sociedad diferente identificada con la igualdad, con la democracia, con la garantía de acceso por todas y todos a una vida digna, a los derechos humanos, a la justicia, a las libertades. Cuando hablo de programa del PRD, hablo de la propuesta para la nación que nos haga diferentes ante las fuerzas conservadoras y que, debe ser tan cierta y correcta, que nos pueda acercar, sin reservas, al conjunto o a la mayoría de las y los mexicanos.

P. D.: Mientras en el PRD iniciamos un proceso para innovar nuestro actuar político, el cual incluye la renovación de nuestra dirigencia de forma colectiva, en el PRI retornan de manera evidente al pasado con la virtual designación, por parte del titular del Ejecutivo federal, de su nuevo presidente nacional, quien ya mandó el mensaje de que se terminaba con la idea de la sana distancia entre el gobierno y su partido…

*Expresidente del PRD


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martes, 4 de agosto de 2015

Exprimamos nuestra memoria


El momento que vivimos resulta pertinente para llevar a cabo un ejercicio de retrospectiva y conocer mejor cómo era nuestro país antes de 1989, y en consecuencia, para saber con mayor objetividad lo que el Partido de la Revolución Democrática, en sus 26 años de existencia, ha aportado a su transformación. El conocimiento preciso de tales aportes contribuirá, estoy seguro, a reencontrarnos con nuevas identidades, a que avancemos en el encuentro de nuevos paradigmas.

Es indispensable recordar el hecho de que el PRD fue la principal fuerza política y social que contribuyó a terminar con el Ancien régime, con el régimen de partido de Estado, el mismo que durante más de 80 años mantuvo un sistema autoritario, de concentración de poder unipersonal, de ausencia de libertades y de cancelación de derechos humanos y constitucionales. No fuimos los únicos contribuyentes para este cambio político, pero nadie podrá, en apego a la verdad,  minimizar o ignorar nuestra contribución en este acontecimiento de trascendencia histórica.

Por ello, es que al hacer el examen retrospectivo, se puede despejar la bruma para ver con claridad que el México actual, es, en materia de régimen político, de libertades y de derechos constituidos, sustantivamente diferente al México anterior al surgimiento del PRD.

Veamos lo siguiente sólo por poner algunos ejemplos: ¿hay, ahora, en términos generales, ejercicio de la libertad de expresión? Afirmo que sí. ¿Hay, ahora, igualmente en términos generales, libertad para la manifestación de las ideas, de los pensamientos, de los reclamos, de las exigencias colectivas e individuales? Nadie, en elemental reconocimiento de la realidad que vive el país, podrá decir que no. ¿Hay, en el México actual, ejercicio de la libertad de asociación política? ¿Hay libertad para la crítica? Reafirmo que sí, pero, además, se han construido constitucional y legalmente derechos sociales exigibles y vigencia de derechos humanos dignos de las sociedades más desarrolladas.

Pues bien, antes de 1989 estas libertades y derechos o no existían o se practicaban de manera muy restringida y limitada. El que ahora se puedan ejercer de manera plena no es consecuencia de que nuestro país haya experimentado un fenómeno de darwinismo político y, menos aún, que hayamos vivido una generación espontánea de libertades. ¡Ni una ni otra milagrería extravagante!

En sentido radicalmente diferente, esos cambios son el resultado de la acción política de millones de mujeres y hombres que se identificaron, antes como ahora,  con los afanes, objetivos, esfuerzos, acciones, estrategias de nuestro partido.

¿Lo expuesto, anteriormente, significa que se ha experimentado en México un proceso culminado de transición hacia la democracia? Me parece que no se puede llegar a una conclusión absoluta ante esta interrogante, pues aún hay, como en todo proceso de cambio, varias asignaturas pendientes. Pero ¿esto puede conducirnos a compartir la tesis de que nada ha cambiado y de que en consecuencia el proyecto perredista iniciado en 1989 resultó en un fracaso?  ¡Insisto que no es acertada tal conclusión!

Los que esto opinan, cometen un error en el análisis que se podría ubicar en que se pierde de vista que los cambios profundos en la sociedad mexicana como en cualquier otra, han sido y seguirán siendo resultado de procesos políticos que incluyen, desde luego, el cambio de normas, de leyes o, incluso, el cambio y la transformación de las instituciones del Estado encargadas de aplicarlas, pero, además y principalmente, la culminación de los procesos políticos de transición deben contemplar la liquidación, o cuando menos el debilitamiento profundo de la hegemonía cultural del viejo régimen autoritario del nacionalismo revolucionario.

A manera de conclusión, podemos afirmar que hay, entonces, hechos objetivos de nuestra historia como partido, los cuales hay que remarcar para que la reforma interna que vamos a llevar a cabo los tome en cuenta para que el PRD continúe, como hasta ahora lo ha hecho, impulsando todos los esfuerzos que conduzcan hacia los nuevos cambios que el país y la gente demandan.

*Expresidente del PRD


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