martes, 31 de mayo de 2016

Traidor a la familia y… a la patria


¡No hay más camino que el nuestro!, gritaba con su irrefrenable ímpetu David Alfaro Siqueiros y en el nombre de todos los muralistas. Y lo mismo sucedía en la literatura, cuando Alfonso Reyes, era injustamente criticado por abrirse a la universalidad. Reyes, según algunos fundamentalistas, debía regresar a lo autóctono, a lo folclórico y dejar —reclamaban los nacionalistas— las excentricidades del cosmopolitismo. Recordemos igualmente, cómo fue censurada, durante décadas, La sombra del caudillo, aquella novela de Martín Luis Guzmán que relataba los crímenes de los jefes revolucionarios en contra de los disidentes.

Pero para quienes supongan que en México se ha superado la propensión a la uniformidad y al culto nacionalista, lamento decirles que están equivocados.

Aun tomando en cuenta que desde 1979 se ha hecho presente un proceso de cambio político, cuyo principal fruto es el reconocimiento de nuestra pluralidad como el fundamento de la nación; aun asumiendo que la Ciudad de México es, como pocas en el mundo, verdaderamente cosmopolita; entendiendo que en la capital de la República la izquierda ha llevado a cabo grandes y profundas reformas que han alentado la libertad ciudadana y el amplio ejercicio de los derechos humanos, y que todo ello ha contribuido a la construcción de una sociedad que se recrea permanentemente en su pluralidad; comprendiendo que la izquierda ha logrado que se avance en el reconocimiento de nuestra identidad nacional a partir de la vigencia de nuestra amplia diversidad social, cultural, lingüística, étnica, religiosa, genérica, sexual; considerando los importantes avances democráticos que, principalmente la izquierda, ha logrado en el país, y de manera destacada en la Ciudad de México; tomando en cuenta todo lo anterior, aún se presentan con renovados impulsos pulsiones conservadoras, intentonas integristas, desde las cuales se pretende reconstruir las bases que sostuvieron el régimen autoritario y su inseparable acompañante: la uniformidad en el pensamiento.

¿Se imagina, estimado lector, la Ciudad de México y al país en su conjunto, con sus habitantes uniformados en el pensamiento? ¿Se imagina a una sociedad uniformada en las concepciones culturales y en las apreciaciones políticas? ¿Se imagina a la ciudad capital como réplica de las ciudades que describió George Orwell en su novela 1984?

Esa visión me resulta imposible imaginarla en la Ciudad de México o en otra capital de cualquiera de las entidades del país. También sé que esto resultaría imposible para una buena parte de la población, pero aunque le resulte a usted un absurdo y una estupidez, debo decirle que existen personas —y algunas con gran poder político— a las que la idea de la uniformidad no les parece imposible y, por el contrario: les resulta necesario para el orden autoritario al que aspiran y por el que algunos suspiran con nostalgia.

Por ello suponen que el concepto de sociedad debe conceptualizarse de manera totalitaria en la existencia de los que mandan y de los que obedecen; de los que acatan y los que ordenan; de los que sólo prohíben pensando que así gobiernan y los que admiten, sumisos, las prohibiciones.

En esa idea de sociedad integrista, sólo es familia, nos insisten, la que forman un hombre y una mujer; que es familia sólo aquella que se constituye para procrear (como cuando se inserta un tornillo en una tuerca como estúpidamente comparó un obispo católico); que se es una familia sólo si existe un patriarca que es el que manda en todo y para todos; y que es familia, verdadera, sólo aquella en donde todos sus integrantes piensan igual para todas las cosas de la vida.

Ciertamente esta concepción de la familia se traslada a la sociedad, a la política, a la vida, y ello es insensato. Esto es pensamiento medieval, conservador, oscurantista y profundamente reaccionario.

Véalo de esta forma: si eres mi hermano y no piensas como yo, entonces, por mi sola voluntad, dejas de serlo; si no piensas como yo, entonces eres un traidor al patriarca; un traidor a la familia, un traidor al partido y, para rematar, serás un traidor a la patria. Esto es el extremo de la intolerancia.

Twitter: @jesusortegam

martes, 24 de mayo de 2016

Populismo en América del Norte


En lugar de convocar a construir un futuro mejor, su retórica se basa en la nostalgia, en repetir que el pasado era mejor y que lo que se tiene que hacer es repetir las fórmulas de antaño, para recuperar la grandeza que alguna vez tuvo la nación.

El precandidato republicano cuenta con una base de seguidores cuya principal certeza es que el líder actúa de buena fe y, por lo tanto, no se equivoca. Esta inefabilidad se traduce en un discurso que, desde una supuesta superioridad moral, descalifica e insulta a toda aquella persona que tenga la osadía de cuestionar al líder.

Su visión política está basada en restar: tras fracturar al partido que le dio la oportunidad de buscar la Presidencia, en lugar de construir coaliciones para buscar crear mayorías, se dedica a alejar a cuanto sector social le es posible.

Una de sus principales habilidades es atizar la frustración de la ciudadanía por la situación económica, pero sin ofrecer realmente soluciones viables. Frente a los problemas de gran complejidad, recurre a fórmulas sencillas, donde predominan las soluciones mágicas alejadas de la racionalidad.

Así, por ejemplo, en lo referente a política económica, no hay que preocuparse del déficit. A la par que se gastarían enormes sumas para la reconstrucción nacional, se reducirían los impuestos.

En el plano internacional, promueve aislarse de lo que sucede en el resto del mundo, con una política exterior de bajo perfil y sin participar en las grandes discusiones de la comunidad internacional. Nacionalismo y aislacionismo son los pilares de su visión sobre la globalidad.

Sobre temas polémicos como la interrupción legal de embarazo y el matrimonio igualitario, tiene posturas contradictorias y ha optado por ya no fijar sus posiciones sobre esos temas, argumentando que sólo son distractores por parte de sus adversarios y los medios de comunicación para desviar la atención del debate de cosas más importantes, como la crisis económica.

Todo la anterior retrata el populismo de Trump, y de hacerse realidad sus propuestas más descabelladas, tendrían una enorme repercusión en Estados Unidos y en el mundo.

Para México, el principal riesgo es la retórica racista y antimigrante de Trump, la cual se encuentra en esa delgada línea que separa el populismo del fascismo.

El término fascismo es utilizado muy a la ligera tanto en Estados Unidos como en México. Sin embargo, el discurso basado en la caracterización de los migrantes y de las minorías raciales como criminales, atribuyéndoles el deterioro de la economía (acusándolos de “robarse” los empleos) y en la promesa de que las deportaciones masivas son la solución, fue el pilar de los regímenes fascistas del siglo XX.

La batalla electoral se librará en Estados Unidos y será su ciudadanía quien decida qué rumbo toma ese país, pero ello no significa que las y los mexicanos seamos meros espectadores, ya que podemos contribuir de manera importante en la batalla cultural, en informar por los medios a nuestro alcance que el discurso de Trump está basado en mentiras y odio.

Twitter: @jesusortegam

martes, 17 de mayo de 2016

Los concesionarios de la felicidad


Lo que ahora escuchamos, con notable persistencia —votos de por medio— son promesas de felicidad. No debiera de extrañarnos demasiado, pues en lo extenso de la existencia de la humanidad la felicidad ha sido, precisamente, la promesa suprema de todos los mensajeros divinos, de todos los profetas en todas las religiones.

La promesa de la felicidad es consustancial a la existencia de las mitologías de todo tipo; a las de carácter religioso, desde luego, pero también le es consustancial a las mitologías de carácter político y, por ello, es que la promesa de la felicidad también ha sido una de las argucias más sofisticadas de embaucadores que buscan alcanzar poder político o acumular enormes fortunas económicas.

No dejan de tener razón aquellas personas que señalan a determinados políticos como individuos cuyo propósito es engañar, que son profesionales de la mentira y cómo no lo serán si durante las campañas electorales ofrecen todas las cosas que son posibles materializar por los seres humanos, pero más aún, son capaces de ofertar las cosas que son imposibles de satisfacer por cualquier tipo de poder, ya lo sea divino o lo sea simplemente terrenal.

“¡Vota por mí y desde el gobierno haré lo necesario para que seas feliz; afíliate a mi partido y te garantizaré que juntos alcanzaremos la felicidad; súmate a mi movimiento y lograremos que todos seamos por siempre felices; vota por mí y cuando sea el Presidente entonces te voy a garantizar la felicidad!”

Y sí que es cierto: hay políticos que tienen dentro de sus principales ofertas de carácter electoral —aparte, desde luego, de ofrecer que la gente ya no pagará impuestos— el garantizar para todas y todos La Felicidad.

Con respecto al poder político y la felicidad, son muchos los ejemplos que los relacionan, pero el siguiente es particularmente revelador: “La era de la felicidad personal ha concluido. La sustituimos por una aspiración a la felicidad colectiva […] si nosotros llegamos a identificarnos con nuestra gran revolución, si la sentimos en nuestra propia sangre no tendremos ya más necesidad de atormentarnos con minucias o fracasos aislados [… ] es de esta voluntad obstinada que nosotros adquirimos nuestra felicidad secreta”.

Esto entendía Adolfo Hitler como la felicidad y con una interpretación de esta naturaleza es que este personaje condujo al pueblo alemán y al mundo entero a una tragedia de la que jamás podrá olvidarse.

Otro ejemplo de estos que son deplorables: el caso del reverendo Moon, que ciertamente no aspiró a cargo alguno de poder político, pero el ofrecer la felicidad a la gente le ha significado un impresionante negocio particular. A Moon le compran la felicidad y es entonces que, con gusto, recibe miles de millones de dólares que le envían personas de todo el mundo como retribución para que les una en matrimonio y les haga felices.

Como podemos observar, en el terreno de las mitologías —lo sean religiosas o políticas—, ofrecer la felicidad ha sido y sigue siendo un común denominador, y por ello mismo la felicidad —lo que ello signifique— se ha convertido, por desgracia, en instrumento de manipulación de millones de conciencias individual y de la gran colectiva. Lo que podemos observar es que entre religiosos y algunos políticos ahora existen demasiados concesionarios de la felicidad.

Pero si para la mitología esto es lo común, ¿cómo debiera entenderse para la razón del conocimiento y para la razón política el asunto de la felicidad?

Pienso que desde la razón política de izquierda lo que debiera construirse en las sociedades modernas es el andamiaje, la poderosa estructura social que, junto a un verdadero Estado y a través de la aplicación de las leyes, garantice la realización de los derechos humanos y sociales fundamentales de las personas; que sean cumplibles por toda autoridad y que sean exigibles por cualquier persona.

Sé que esto último no es lo único que contribuye a la felicidad, pero en verdad que ayuda y mucho.

Twitter: @jesusortegam

martes, 10 de mayo de 2016

La marcha de la locura


Así lo hace Barbara W. Tuchman, que escribió su texto La marcha de la locura: La sinrazón desde Troya hasta Vietnam (Fondo de Cultura Económica, reimpresión 2005) y en donde establece su teoría de que “en cuestiones de gobierno la humanidad ha mostrado peor desempeño que casi en cualquier otra actividad humana”.

Para Tuchman, los malos gobiernos son de cuatro especies que a menudo se combinan. El primero es la tiranía o la opresión, y de éstos hay tantos en la historia de la humanidad que a lo mejor resulta ocioso poner ejemplos. Y, sin embargo, cedo a la tentación porque las tiranías no son de la historia lejana, sino que se presentan en los tiempos actuales: Pol Pot, Pinochet, Videla, El Talibán.

Los segundos son los de la ambición excesiva: la autora pone el ejemplo de la Alemania durante las dos guerras mundiales del siglo XX.

El tercer tipo de malos gobiernos es el de la incompetencia o decadencia y un buen ejemplo de ello es el de la Rusia de los Romanov o, mucho tiempo antes, el de la caída del Imperio Romano.

Y el cuarto tipo, y el que ahora merece nuestra atención, es el de la insensatez o la locura.

Son para Tuchman gobiernos insensatos los que actúan contra el propio interés del Estado; los que, aun sabiendo de otros cursos de acción y de otras posibilidades, mantienen tercamente una sola vía que para ellos es inalterable y que la preservan de manera obcecada.

La insensatez es muy frecuente en gobiernos de un solo individuo y de ello existen muchos ejemplos en el mundo y, desde luego, en nuestro país. Pero la insensatez en los gobiernos es aún más grave cuando está presente en grupos políticos.

Un ejemplo de insensatez en contra del propio Estado lo es la política económica que impulsan los neoliberales en Estados Unidos, en Europa o en Latinoamérica. En México, después de más de tres décadas de neoliberalismo se han provocado grandes problemas al país; dentro de éstos el de la desigualdad es extremadamente grave.

Desde luego que esto es delicado, pero más aún ha sido que el Estado nacional esté viviendo —a causa de las políticas económicas neoliberales— un proceso de degradación y una situación de cuasi inexistencia frente a los grupos de la delincuencia organizada o los de la oligarquía económica nacional y extranjera.

Para los neoliberales en el mundo, y para los que gobiernan en México, su insensatez es del tamaño de su intransigencia y están cerrados, tapiados, hasta negarse a explorar posibilidades de nuevos rumbos. Son insensatos por dogmáticos y mantienen inalterable su dogma neoliberal por la insensatez que les ha invadido su visión política.

Vean, si no, su concepción sobre la política salarial. Son a tal grado insensatos que no entienden que una política razonable de aumento de los salarios contribuiría no sólo a aliviar de manera sustantiva la terrible desigualdad que se vive en nuestro país, sino que, además, serviría para alentar un crecimiento del mercado interno y, con ello, estar en posibilidades de superar los hasta ahora magros porcentajes de crecimiento en nuestra economía.

Pero lo más delicado es que no son ignorantes de ello; por el contrario, saben que de continuar con sus dogmas el país profundizará en la desigualdad y continuará el crecimiento de la pobreza entre los mexicanos.

¿Son los gobernantes mexicanos personas de mente perversa a los que no les importa el sufrimiento de los millones de mexicanos que no tienen siquiera asegurado el derecho humano a un empleo, a la salud, a una vivienda digna?

Opino que no es ésta su circunstancia y que más bien son insensatos que marchan hacia el precipicio, que saben de su camino al fracaso, que saben de su marcha de la locura, pero, como les ha pasado a otros, son incapaces de parar un instante, de reflexionar, de entrar en razón y de cambiar.

martes, 3 de mayo de 2016

Las canalladas en el nombre de la libertad de expresión


Me refiero a la revolución de la información y las comunicaciones y que, a diferencia de otras revoluciones, ésta, la de la información, es total y está presente en todos los continentes, países, regiones y de ella son parte prácticamente todos los seres humanos.

Con esta revolución los seres humanos somos más libres con todo lo que ello significa y no hay tema, por más delicado que parezca para algunos, que no sea conocido por la generalidad.

La barrera que alguna vez existió para propósitos de información entre los asuntos públicos y los privados ha desaparecido y, por ejemplo, una información aparecida en Centroamérica, en Panamá de manera específica, y que permitió conocer los nombres de centenas o miles de personas que podrían estar involucrados en actividades de fraude fiscal provoca, casi de inmediato, que renuncie el primer ministro de Islandia, que muchos otros funcionarios públicos y empresarios privados de los cinco continentes estén ahora sujetos a investigaciones judiciales y que se hayan originado revueltas populares que ocasionaron crisis políticas en varios países.

Somos más libres para informar y más libres para recibir la información, pero esta situación hace que tanto los comunicadores (dueños de medios de comunicación, periodistas y líderes de opinión en internet) como los receptores (televidentes, lectores de diarios y principalmente usuarios de las redes sociales) se conviertan todos ellos en retransmisores y, como efecto de ello, en parte de los millones y millones de comunicadores que en todo el mundo recogen y transmiten información, alguna intrascendente, pero otra que es apreciada como de gran importancia.

Sin embargo, esta mayor libertad debiera acompañarse, especialmente en los profesionales de la comunicación, de una mayor responsabilidad para elaborar el contenido de lo que transmiten.

Esta responsabilidad no debiera entenderse como una limitante a la libertad, sino como un elemento indispensable para que nuestra libertad, la de cada uno de nosotros, la podamos ejercer sin afectar la libertad y los derechos de los otros.

En realidad así ha sucedido con otras revoluciones: la francesa, la más trascendente de todas, estableció por primera ocasión de manera integral los derechos del hombre y del ciudadano y ello significó el paso de la edad antigua a la modernidad, del absolutismo en el pensamiento a la libertad de conciencia, del despotismo a la democracia, del fanatismo a la razón, de la opresión a la libertad de expresión.

Decían los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, “que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos”.

La libertad de la cual nadie, ahora, podría prescindir para intentar la construcción de sociedades justas, igualitarias.

Pero la libertad no puede entenderse como facultad o el derecho de hacer lo que se desea, aunque se dañe la libertad o el derecho de los otros, de los demás.

Por ello, en la propia Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en el artículo cuarto, se establece que: “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no daña a los demás. Así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene más límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Estos límites sólo pueden ser determinados por la ley”.

Para nadie es extraño entender que nuestra Constitución y las múltiples leyes que rigen las relaciones de la sociedad mexicana están sustentadas en las ideas de la Ilustración que son las que alimentaron el cuerpo jurídico-legislativo que resultó de la Gran Revolución Francesa.

Por eso la libertad, incluida la de expresión, tiene en México el límite que establece el artículo sexto de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos y que a la letra dice: “La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, la vida privada o los derechos de terceros, provoque algún delito o perturbe el orden público…”.

Así, nadie, sea funcionario público, legislador, dirigente político, empresario, dueño de medios de comunicación, periodista o cualquier persona puede violentar nuestra Constitución y menos podría hacerse en el nombre de la libertad.

Twitter: @jesusortegam