martes, 24 de noviembre de 2015

¿La moral en lugar de la ley? ¿La espiritualidad en lugar de la política?


Si usted, estimado lector, hiciera un recuento de las palabras que más se repiten en las columnas especializadas en política y en los espacios de análisis en radio, televisión y redes sociales sobre la política, encontraría que, invariablemente, aparecen las siguientes frases: “La democracia en crisis”, “la crisis de la política”, “la crisis del sistema de partidos”.

Y no es que me resulte extraño esto, porque es un comportamiento cíclico en las sociedades.

Michelangelo Bovero dice que “de la democracia en crisis se habla desde que la democracia existe”. Pero, además —dice el filósofo italiano—: “Yo no conozco épocas que no hayan sido definidas como épocas de crisis”.

Con esta cita de Bovero no pretendo negar la existencia de grandes y graves problemas que padece la población de nuestro país y que, obviamente, el poder político ha sido incapaz para atender y resolver, aun fuese de manera parcial.

Pero de la inoperancia e inutilidad de determinados políticos no tiene responsabilidad la política y menos aun la democracia. En todo caso, si a alguien hay que responsabilizar, por ejemplo, de la existencia de la terrible desigualdad social existente en México, es a algunos de los personajes o de los partidos que, poseyendo el poder político, no han sido capaces de utilizarlo adecuadamente para cerrar la enorme brecha entre los pocos que todo lo tienen y la inmensa mayoría que carece de lo indispensable.

Culpar a la política de los males sociales y económicos del país es como culpar a la medicina de los estragos que causa una epidemia de gripe aviar. Esto les parecerá absurdo y, sin embargo, existen poderosos grupos económicos, grandes empresas de comunicación, varios “personajes independientes de la política” que, febrilmente, se encuentran —todos ellos— empeñados en terminar con la política y con todo aquello que represente lo público, lo colectivo, lo social.

Ahora, estos grupos y personajes recurren —como en la edad antigua— a “la moralidad religiosa” como norma de comportamiento y a la “espiritualidad” como explicación a los comportamientos de los seres humanos y de las sociedades.

¿Qué debiéramos entender, a principios del siglo XXI, como “el bálsamo de la moral y de la espiritualidad”, como remedio mágico de los males del país? Con sinceridad, ello remite de inmediato a concepciones religiosas, mitológicas en el mejor de los casos o francamente, en el peor, a charlatanería pura.

De pretender encontrar en los valores morales y espirituales que desde el origen de la humanidad se sustentan en preceptos religiosos, los elementos con qué sustituir a la política, entonces se estará atentando con la condición laica del Estado mexicano; pero más grave aun, se estará contribuyendo a cancelar la vía democrática para nuestro país.

Es así porque la sociedad mexicana es plural desde muchos puntos de vista y, desde luego, lo es desde la visión religiosa, y consecuentemente lo será desde cualquier tipo de concepción moral. Hay una moralidad distinta en un católico respecto a un musulmán y la hay entre individuos que profesan, incluso, un mismo credo religioso. Pregunto, por ejemplo: ¿es contrario a la moral el que una mujer aborte? ¡Para algunos católicos lo será, para otros no!

Por ello, lo que debe guiar a una sociedad no debieran ser criterios religiosos o morales, pues éstos son múltiples y diversos. En sentido diferente, la sociedad debiera convivir básicamente en el respeto a la norma legal, que es laica, que se reconoce en la pluralidad de la sociedad y que, por lo tanto, protege la diversidad cultural e incluso moral.

Y, con el asunto de la espiritualidad, el tema es aún más complejo, porque el concepto tiene diversas acepciones. La primera innegablemente es religiosa y trata de los vínculos de los seres humanos con su dios, cualquiera que éste sea. Así, una persona de “gran espiritualidad” es aquella que demuestra su cercanía con dios.

Por ello, el concepto de espiritualidad (como el de moralidad) es frecuentemente utilizado por personas que se asumen guías, enviados, salvadores de pueblos, sociedades o países que suponen en decadencia, en crisis y a las que sólo las puede redimir una moral y una espiritualidad nuevas y que ellos necesariamente portan.

Este tipo de pensamiento debe ser respetado para toda aquella persona que lo profese en una asociación religiosa o de manera individual, pero no puede adoptarse ni desde el punto de vista constitucional ni desde la ética pública ni desde la política, como el cimiento o el sustrato fundamental de la construcción de una nación que se precia plural, diversa, libertaria, laica y que quiere ser democrática y justa.

Expresidente del PRD


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martes, 17 de noviembre de 2015

Ni en nombre de Dios ni argumentando justicia


He visto en redes sociales a usuarios que opinan que no hay que lamentar los actos terroristas sucedidos en París y que han provocado la muerte de más de 150 personas, porque en México —dicen— también hay víctimas que por miles han perdido la vida o se encuentran desaparecidas.

Otros usuarios de la red social Twitter llegan al extremo de señalar como hipócritas a cualquiera que evidencia su pena por las personas asesinadas y muestra su solidaridad con el pueblo francés, pues argumentan que esa solidaridad la tendrían que expresar, en primer lugar, para el pueblo mexicano. 

Tengo la convicción de que quienes opinan de esta manera se equivocan, pues si bien hay que expresar de manera permanente nuestra indignación ante la violencia que victimiza a miles de personas inocentes en nuestro país, ello no debería impedir el mostrar igualmente nuestra indignación y nuestro rechazo a los actos de terrorismo llevados a cabo en la capital de Francia por el llamado Estado Islámico.

Me parece, incluso, una enorme estupidez justificar los actos terroristas en París, arguyendo que son una respuesta ante la guerra que ahora se presenta en Siria y en la que, de diversas formas, se ha involucrado el Estado francés. Ciertamente la intervención de las potencias occidentales en Siria atenta contra la convivencia civilizada entre naciones y ello debiera ser motivo de censura, pero aun compartiendo lo anterior, ello no podría, en ninguna circunstancia, ser utilizado para avalar los actos terroristas de ISIS en Francia, Líbano, Irak o en cualquier otro país.

Sabemos que la crisis en el Oriente Medio es un tema complejo y cuya solución obliga, en primer término, a privilegiar la vigencia de los derechos humanos de todas las personas, vivan en Siria, Líbano o en Francia. Por ello mismo es que se debe combatir la violencia, cualquiera que sea su expresión o su justificación. 

Una de estas manifestaciones de violencia es la que pretende terminar con la libertad de pensamiento y eliminar el pluralismo, y esto es lo que, de manera principal, se encuentra presente en la visión absolutista del ISIS, organización extremista que ha declarado la guerra contra todos aquellos Estados o todas aquellas personas que no compartan al Islam como su forma de vida o como su religión. El fundamentalismo de ISIS es tan dañino a la democracia como lo es cualquier intento de imponer un pensamiento único y una verdad absoluta. La guerra de ISIS en el siglo XXI es como una cruzada, una de esas guerras de los siglos XI y XII impulsadas por motivos políticos, pero justificadas en el nombre de un dios. “Dios lo quiere”, decía el rey, el Papa, el señor feudal y entonces millones de hombres levantaban la espada para asesinar a semejantes que morían tan sólo por pensar diferente. La guerra de ISIS es como una guerra santa, es decir, la violencia más extrema contra los que consideran infieles, esto es: contra aquellos que no compartan al Islam, su cultura, costumbres y formas de vida.

Como lo podemos observar, han pasado cientos y cientos de años desde estas guerras religiosas; siglos de violencia y sangre vertida en el nombre de un dios y, sin embargo, habiendo pasado tanto tiempo, ahora en los inicios del siglo XXI se continúa justificando la guerra en el nombre del dios cristiano o del dios musulmán o del dios judío, tratando de explicar la violencia más atroz sobre la base de la existencia de pretendidas verdades absolutas, de ideologías que pregonan pensamientos únicos y visiones absolutas que no admiten la diferencia o la divergencia.

Cierto que hay guerras en donde se busca preservar territorios, riquezas; guerras para defender intereses económicos o visiones políticas, pero por ello mismo hay que decir que ninguna razón es válida para hacer la guerra; que no la es cuando se nombra a un dios y tampoco la es cuando se nombra la justicia.

Expresidente del PRD


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martes, 10 de noviembre de 2015

¡Cuando los “liberales” se disputan las bendiciones!


Hay un ridículo conflicto entre algunos políticos (dirigentes partidarios, gobernantes —incluido el Presidente de la República— y legisladores) para asegurar que el papa Francisco —ahora que vendrá a México— asista a sus actos, los que desean organizar de manera exclusiva.

“Que sólo debe de ir al Estado de México, que sólo a Chiapas o que también a Jalisco”, etcétera. ¡Pero el colmo es la pelea entre algunos legisladores para que sólo asista al Senado o a la Cámara de Diputados!

López Obrador —más “astuto” y más oportunista— se les ha adelantado y, gracias a los buenos oficios de algunos personajes de la jerarquía católica mexicana, pudo entrevistarse con el obispo de Roma para entregarle una “medallita”. El dirigente de Morena regresó al país con el trofeo político de la bendición papal y con una sonrisa socarrona que a todos enseña.

Para no quedarse atrás del bendecido, varios legisladores, entre ellos el mismísimo presidente del Senado, y otros prominentes diputados, se han apresurado para presentar puntos de acuerdo que, votados en sus respectivas asambleas, sirvan de presión política hacia la cancillería mexicana como a los mandos eclesiásticos, para que Francisco se haga presente en los recintos parlamentarios y desde “la más alta tribuna de la nación” mande un mensaje al pueblo mexicano.

De lograrse esta pretensión, se estaría en una circunstancia de afectación a la condición laica del Estado mexicano, pues el obispo de Roma viene a México en su condición de líder religioso del catolicismo y, de ser así, como lo es, el Congreso mexicano, según nuestra Constitución, tendría que abrir sus puertas a cualquier otro líder de cualquier otra religión. Lo tendría que hacer, si nos visitara, con Seyyed Alí Jameneí, el máximo líder religioso de los musulmanes chiitas que vive en Irán; tendría que hablar desde la tribuna del Congreso mexicano el patriarca de Constantinopla, el primus inter pares de la Iglesia ortodoxa; igualmente debieran decir un discurso desde el micrófono del Congreso mexicano Shlomo Moshe Amar, el gran rabino sefardí; o Yona Metzger, el máximo rabino ashkenazí que reside en Israel y, desde luego, también tendrían derecho, según nuestras leyes, algunos de los más prominentes liderazgos de las diversas iglesias evangélicas que existen en el mundo. Y esto no podría ser de otra manera, debido a que, igual que hay mexicanos católicos, los hay judíos, musulmanes, evangélicos, budistas… etcétera, etcétera, e incluso hay quienes no profesan religión alguna.

Los legisladores mexicanos tienen, desde luego, el derecho constitucional a profesar el tipo de religión que deseen, pero el Congreso de la Unión, como institución del Estado mexicano, que es LAICO, representa a TODAS y TODOS los mexicanos, independientemente de la religión que profesen y, desde luego, representa también a quienes no profesan rito religioso alguno.

El Papa no vendría a México en su condición de representante de un Estado; esa es una argucia de quienes ahora mismo continúan pretendiendo instalar en nuestro país una especie de religión oficial y que son los mismos que se oponen a la condición laica del Estado mexicano, es decir, que se oponen a garantizar para todas y todos la libertad de profesar o no una religión y asegurar el derecho a decidir, en su conciencia, a cuál se adhieren.

Alguno de estos legisladores promoventes de la presencia del prelado católico en el Congreso mexicano argumenta que Francisco habló en el Congreso de Estados Unidos de América. Pero ese no es un buen argumento, pues en ese país crece de manera alarmante la doctrina conocida como theonomy —fundamento de las normas jurídicas en Dios— y que básicamente consiste en “establecer que las leyes civiles deben estar sujetas al reconocimiento de Dios como fuente soberana del derecho, de la libertad o del gobierno” (Gustavo Zagrebelsky. Contra la ética de la verdad, editorial Trotta).

La theonomy, que cada vez con más insistencia se adopta en EU, es esencialmente contraria a la laicidad, que es parte de la sustancia jurídica en la que se sostiene la Carta Magna de los mexicanos y mexicanas.

Una parte de los legisladores mexicanos está en su derecho de tener como guía religioso a Francisco, pero ello no puede conducirlos a confrontar y a violentar nuestra Constitución.


*Expresidente del PRD


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martes, 3 de noviembre de 2015

¡Prohibir, prohibir, prohibir!


Como es conocido, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) pospuso la discusión para resolver sobre un recurso de amparo que interpusieron un grupo de ciudadanos con el propósito de que su decisión de consumir mariguana con fines “recreativos” no fuese penalizada.

La discusión partirá de una ponencia del ministro Arturo Zaldívar que se sustenta, más que en argumentos de salud o de seguridad, “en razones de derechos humanos fundamentales, desde los que se presupone que el sujeto-usuario-consumidor debe estar amparado por el derecho a la dignidad, mismo que a su vez le permite el libre derecho a la personalidad” (Frank Lozano. El derecho a la mariguana. Juristas UNAM. Octubre 2015).

La ponencia del ministro Zaldívar opone y contradice la cultura del prohibicionismo, que hace del Estado el monstruo autoritario y omnipotente que deberá regir la vida de las y los ciudadanos y que, por ello mismo, es el único que puede resolver cuáles son las libertades y derechos que pueden ejercer las personas; la sociedad del prohibicionismo, como en 1984, en la novela de George Orwell. En ésta, el Big Brother decidía y dictaba “que lo negro era blanco y lo blanco era negro”, donde “la ignorancia era la fuerza; la libertad, la esclavitud, y la guerra, la paz”. Esta concepción autoritaria del Estado es lo opuesto al Estado democrático, social y de derecho que se ha desarrollado a partir de la ilustración, desde la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y con la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

La resolución que habrán de adoptar los ministros de la SCJN es de gran trascendencia, pues podrían colocar piso a una concepción diferente sobre el desarrollo de la sociedad mexicana.

Y es que, de manera equivocada, desde los centros de poder del Estado mexicano se piensa que un Estado de derecho es un Estado de prohibiciones y entonces observamos cómo el gobierno y el Congreso de la Unión utilizan sus facultades y su tiempo para cohibir, atemorizar, aterrorizar y prohibir. Esto ha llegado al extremo de entender el legislar como el prohibir.

Desde luego que hay normas de convivencia social que obligan a las personas que viven en sociedad a limitarse a llevar a cabo acciones que afectan, limitan o hacen nugatorios los derechos y las libertades de los demás y, en efecto, esto es indispensable en todo Estado democrático.

Pero las prohibiciones deben ser las excepciones y, en sentido diferente, estamos llegando al absurdo de hacer de las prohibiciones lo ordinario y de los derechos y las libertades las excepciones.

Y, por lo tanto, la visión de un Estado autoritario y de una sociedad conservadora alienta a que se legisle y se hagan normas para prohibir, para permanentemente estar prohibiendo. Así, entonces los grupos más conservadores del Estado y de otros grupos de poder se afanan de manera constante en:

Prohibir la homosexualidad, como dicen los fundamentalistas religiosos. Prohibir los matrimonios entre personas del mismo sexo. Prohibir las familias entre homosexuales, lesbianas, transexuales. Prohibir y castigar con cárcel (sólo para las mujeres, claro) la interrupción del embarazo. Prohibir, dice la Iglesia, el sexo placentero. Prohibir la expresión libre de las ideas, como impulsan los grupos de censura. Prohibir las manifestaciones pacíficas. Prohibir el uso de internet, como lo propone el PRI. Prohibir que las mujeres utilicen minifaldas o calzado con tacón alto (como lo decidió y ordenó El Bronco en el gobierno de Nuevo León). Prohibir la creación de empresas que afecten a los monopolios. Prohibir la laicidad. Prohibir la diferencia (y, en ocasiones, prohibir también la coincidencia). Prohibir el debate, la discusión, la confrontación de las ideas. Prohibir que una persona, en el uso de su derecho y de sus capacidades ya plenas, pueda “elegir el libre desarrollo de su personalidad”. Prohibir el consumo para usos medicinales o lúdicos de la mariguana. Prohibir pensar alternativas diferentes para el combate al narcotráfico que no sean el prohibir. Prohibir el pensar en estrategias de regulación por parte del Estado, de la producción, comercialización, distribución y consumo de estupefacientes y fármacos como forma eficaz para combatir la violencia y el crimen.

Prohibir, prohibir, prohibir, prohibir…

En eso consiste lo sustantivo del comportamiento político del gobierno actual y de instituciones conservadoras como algunas iglesias o fuerzas de derecha y, de esta manera, podemos ver con preocupación cómo se extiende en la sociedad mexicana una visión que reclama más prohibiciones y que, al mismo tiempo, limita derechos y libertades. Por esta delicada circunstancia, es tanta la trascendencia de la discusión que llevará a cabo la SCJN.

Se trata de definir a nuestra sociedad sólo sostenida en el poder coercitivo, punitivo, violento del Estado o hay otra que, con un sentido y razón diferentes, se desarrolla como una sociedad civilizada que no permite la impunidad cuando se violentan prohibiciones socialmente indispensables, pero, sobre todo, se sabe y se concibe como una sociedad en donde las y los ciudadanos sabemos ejercer responsablemente nuestros derechos y libertades.

*Expresidente del PRD


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