martes, 13 de septiembre de 2011

De un Estado débil a uno fallido

Excélsior


En días pasados, Calderón ha hecho una fuerte crítica al Poder Judicial y de manera directa señaló a los jueces federales como responsables —en gran parte— de que continúen la violencia y la inseguridad en el país. Palabras más, palabras menos, el encargado del Ejecutivo federal ha dicho que él aprehende a los delincuentes y los jueces los dejan en libertad. Por su parte, el Poder Judicial, a través de la Judicatura, rechaza tal crítica y a su vez ubica en la Procuraduría General de la República —principalmente— la causa de la impunidad con la que actúan muchos de los delincuentes.

Los reproches de Calderón no sólo se han dirigido hacia los jueces, sino de manera recurrente culpa al Poder Legislativo —incluidos los partidos de oposición— de ser causantes, por su inacción, de la violencia creciente en el país. Igual que el Judicial, la mayoría del Poder Legislativo responsabiliza a Calderón —al aplicar una estrategia equivocada— de que continúen la inseguridad, la impunidad, la corrupción; y campeen a lo largo y ancho del territorio nacional.

Así, con dimes y diretes, con acusaciones mutuas, con autoexculpaciones de los principales actores políticos, se comete el error de paralizar al país en la coyuntura y, con ello, perder de vista la causa principal de este flagelo que impacta cada vez más con víctimas inocentes, con miedo e incertidumbre, a la sociedad.

La causa principal se encuentra en un serio déficit de la capacidad del Estado, al grado que “si bien no estamos ante un Estado fallido, sí ante un Estado que se ha mostrado poco capaz para proveer bienes públicos y enfrentar los diversos poderes fácticos” (José Luis Méndez. Los grandes problemas de México. Edición de El Colegio de México).

La existencia de un Estado gravemente debilitado es el problema medular y desde el cual se desprenden otros, como los de la inseguridad, la violencia, la creciente pobreza entre la población (más del 46%) y  el sentimiento generalizado entre la ciudadanía de que el país no tiene rumbo. Sin embargo, los actores políticos influyentes no observan esta parte de la realidad y por lo tanto sus acciones, reacciones y propuestas se limitan al corto plazo del calendario electoral. En su mayoría, los partidos y sus dirigentes, los funcionarios (desde el Presidente de la República, gobernadores, presidentes municipales) se encuentran elaborando un discurso que les permita —a duras penas— solventar la coyuntura de los próximos comicios.

Esta cortedad de miras puede conducir —hay diversas experiencias en el mundo y en nuestro país— hacia un quiebre profundo del tejido social y con ello abonar al surgimiento de “salidas de fuerza” (pena de muerte, militarización, estado de excepción, etcétera) o regresiones hacia gobiernos de corte autoritario. Dice José Luis Méndez: “Una acumulación de decisiones equivocadas puede, más rápido de lo que se piensa, convertir a un Estado fuerte en uno débil o a uno débil en uno fallido”.

Podrá insistirse en algunos cambios legislativos, en algunas correcciones superficiales, pero eso no traerá las soluciones de fondo, que son necesariamente las de corte estructural, es decir: el cambio de régimen político y el cambio profundo del modelo económico. Es cierto que, para medidas de esta naturaleza, los gobiernos panistas perdieron la capacidad de impulsarlas porque nunca pudieron concebirlas.

Un nuevo gobierno requerirá —ciertamente— voluntad para promover cambios profundos a la débil estructura del actual Estado pero, además, comprender que la construcción de una nueva gobernabilidad democrática obliga —contra cualquier providencialismo o autoritarismo— a la participación de la diversidad de fuerzas políticas, factores económicos y sociales del país.

Un nuevo Pacto Social y Político es la respuesta de fondo a la grave debilidad del Estado mexicano

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