Moribundo, con terribles dolores que le recorrían de pies a cabeza, cubierto con sábanas humedecidas por el sudor que le brotaba de la piel llena de manchas rojas, y apenas balbuceando sus últimas palabras, el conde Axel Oxenstierna, canciller del gobierno durante el reinado de Cristina de Suecia, le decía a su hijo: “Conoce, hijo mío, con qué poca sabiduría se gobierna el mundo”.
Hoy cualquier persona podría decir lo mismo, sea en el lecho de muerte o desde la cima de algunas de las carreras políticas más exitosas en el mundo. Esas palabras, por ejemplo, se las podría decir cualquiera de sus colaboradores al exprimer ministro británico David Cameron, el mismo que, en el ánimo de garantizar su permanencia en el gobierno y buscando aumentar su popularidad electoral, construyó la estrategia política de llevar a cabo un referéndum para preguntarle a los británicos si se mantenían o no dentro de la CE (Comisión Europea de la Unión Europea). Nadie le pedía con seriedad la consulta; cualquier solicitud pudo eludirla con facilidad; la llevó a cabo con la certidumbre total de ganar, apoyado en las empresas encuestadoras inglesas, tan engañabobos como las mexicanas.
¿El resultado de esta estrategia? Usted lo conoce: Cameron perdió el gobierno, provocó que las empresas y los ciudadanos ingleses vieran cómo se esfumaban sus cuentas bancarias de miles y miles de millones de libras esterlinas, debilitó enormemente la Commonwealth, a tal grado que Escocia, las Irlandas, Gales y otros países asociados amenazan con abandonar a su suerte a la otrora isla imperial. Pues bien, a pesar de la evidencia del desastre, los nuevos gobernantes británicos continúan la marcha hacia el precipicio.
En esa misma marcha se encuentran los estadunidenses, cuando cada día incrementan las posibilidades de que Donald Trump gane las cercanas elecciones presidenciales, pero también hay que hacer notar que en esa marcha de la locura los acompañan —aún situados en el otro de los extremos político-religioso— los fanáticos del Estado Islámico.
¿Qué hace común a estos y otros gobernantes?, ¿a sociedades?, incluso que pudieran encontrarse tan distantes cultural y socialmente. Desde luego, muchos elementos, aunque ahora quiero poner énfasis en uno, que es de los más peligrosos en la política: la testarudez, es decir, la principal fuente del autoengaño, la misma que ha estado presente y continúa azolvando los conductos cerebrales de muchos gobernantes y políticos.
La testarudez política “consiste en evaluar una situación de acuerdo con ideas fijas, preconcebidas, mientras se pasan por alto o se rechazan todas las señales contrarias. Consiste en actuar de acuerdo con el deseo, sin permitir que nos desvíen los hechos” (Barbara W. Tuchman, La marcha de la locura. FCE. México).
Los testarudos se encuentran en todas la actividades de la vida social, pero los más dañinos son los que hacen política (fuera o dentro de los partidos) o se hallan en los gobiernos (sean o no políticos), pues su delirante obcecación hace que pierdan contacto con la realidad y ninguna experiencia, propia o extraña, puede hacer que cambien su fe. ¡Sí, fe! Ésa es la palabra más correcta; su fe en sus propias visiones, en sus concepciones, en sus creencias, en su ridícula excelencia, como la que asume el sultán de Brunéi, que en la Carta Magna de su país ha establecido que “él no puede equivocarse nunca como persona privada ni en su capacidad oficial”.
¡Ah!, la testarudez que hace —como sucede ahora en México— que el gobierno tenga como principio de autoridad el no conceder ninguna razón a los de la CNTE. Y éstos, los de la CNTE, empeñados en considerar como principio de lucha gremial el no conceder ninguna razón al gobierno.
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