Excélsior
Cualquier acción que se lleva a cabo para reformar, para terminar con costumbres, va a implicar necesariamente el enfrentar una fuerte resistencia; sea ésta de la sociedad en su conjunto, sea de grupos sociales cohesionados o incluso de individuos aislados entre sí.
Pero al lado de los que se resisten a los cambios se encuentran aquellos que los alientan y promueven. Por ello, las sociedades a lo largo de su existencia se han debatido en una lucha entre preservar lo existente o transformarlo para hacerlo diferente o, incluso, para crear algo radicalmente nuevo. Un ejemplo de esto último podemos encontrarlo en el tránsito de los gobiernos teocráticos hacia los gobiernos laicos.
En la Edad Media, la Iglesia católica establecía para los homosexuales y lesbianas penas que iban desde la mutilación de los órganos genitales, el desmembramiento o la muerte en la hoguera.
Como en el cristianismo o el judaísmo, en el islam, las interpretaciones de las “escrituras de Dios” son múltiples y muy diversas. Las penas a la homosexualidad o al lesbianismo dependen de las tantas legislaciones teocráticas. Algunas de éstas se sustentan, como en el judaísmo y el cristianismo, en lo escrito en el llamado antiguo testamento. Igual sucede con la aleya que sirve a determinados musulmanes para justificar que se mate por lapidación a los homosexuales, pues éste es el castigo que Alá impuso a la ciudad de Sodoma: “A la salida del sol, la volvimos de arriba abajo e hicimos llover sobre ellos piedras de arcilla”; ello en lugar del azufre y el fuego que se cita en La Biblia. Entonces, según fuese el Dios, a los homosexuales o lesbianas se les mataba con fuego, según Yahvé; con piedras, según Alá.
Las grandes revoluciones liberales (las del siglo XVIII y XIX) cambiaron la concepción sobre el origen divino del poder político, para instalar sistemas de gobierno (las repúblicas) sustentados en la razón y en leyes de carácter laico y de interés general.
Pero, después de siglos, hoy persisten aquellos que se oponen a los cambios y que continúan refugiándose en la ignorancia y el oscurantismo. Déjenme ponerles estos ejemplos: a mediados del siglo XX, en la Alemania nazi, se encarcelaba y se ahorcaba a los homosexuales; en la URSS se les perseguía, aprisionaba y exiliaba en los gulags hasta su muerte; en el régimen cubano se les encarcelaba; ahora mismo, el obispo católico de Aguascalientes afirma que la homosexualidad es una enfermedad como la sífilis, y la arquidiócesis católica de la Ciudad de México insiste en lanzar, cada domingo, un anatema en contra de todas aquellas personas que no son heterosexuales.
Otros ejemplos: cuando el Tribunal Supremo Israelí, a principios del actual siglo, despenalizó el homosexualismo, los sectores ortodoxos del judaísmo, especialmente en Estados Unidos, advirtieron que tal resolución provocaría “un nuevo diluvio” (Homosexualidad y religiones. Carlos Pérez Vaquero, 2014).
No importa entonces cuál sea la religión, el régimen político o el tiempo, porque tales mandamientos son bárbaros, salvajes, inhumanos, irracionales. Y hago referencia al tiempo porque ahora, como en la Edad Media, se continúa zahiriendo, violentando, discriminando y asesinando a las personas por causa de su preferencia u orientación sexual. Esto no sólo genera desigualdad, sino lo más grave: fomenta el odio.
Obama tratará de explicar la masacre de Orlando con razones políticas. Pero, además de ello, existe principalmente la causal de la intolerancia, del integrismo, del fanatismo y del odio que recorre a la sociedad norteamericana y que, lamentablemente, ya aparece en nuestro país. El odio al que piensa diferente, al que es diferente.
Twitter: @jesusortegam
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