En eventos trágicos como los sucedidos en Nochixtlán, Oaxaca, las indagaciones judiciales o informaciones periodísticas siempre cargarán con la incredulidad de parte importante de la población. Habrá dudas hacia las partes que participaron de los enfrentamientos, pero —digo una obviedad—: ¿A quién se le creerá menos en su versión? ¿Será al gobierno? Sea estatal o federal. Recordemos el caso de Iguala.
Sé que no puede ser aceptable el hecho de que durante las manifestaciones de protesta que llevan a cabo maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) se bloqueen vías de comunicación estratégicas, se realicen actos vandálicos o abiertamente se lleven a cabo actos de violencia contra bienes públicos o incluso contra personas. Estoy en desacuerdo con estas formas de protesta, pero afirmo que son inútiles como parte de una estrategia política.
No es cierto que la violencia sea la partera de la historia, como tampoco lo es aquel dogma revolucionario que dicta que agudizar las contradicciones y llevarlas al máximo de la violencia nos conducirá, inevitablemente, al cambio social y a la sociedad sin clases.
La violencia no puede ser admitida, aunque sea aquella que supuestamente tenga fines revolucionarios. Tampoco aquella que se da por cuestiones religiosas o la que se da por causales de odio o por cualquiera que pudiera tener alguna explicación.
Pero la llamada “violencia legítima”, la que en determinadas condiciones y circunstancias legales puede y debe utilizar el Estado no puede ser admitida como legítima cuando es ejercida de manera irresponsable, ilegal e irracional.
La razón de Estado como explicación en el uso de la violencia se malinterpreta —frecuentemente— como aquella violencia de la que se puede hacer uso para hacer prevalecer lo que algunos funcionarios gubernamentales identifican como principio de autoridad.
Ese mal entendido principio de autoridad no podría ser utilizado para hacer uso de la violencia: eso resultaría absurdo, pues en los sistemas democráticos preservar o aumentar la autoridad de las instituciones del Estado y la fuerza política de los funcionarios de gobierno se hace convenciendo a las y los ciudadanos. Lo contrario, es decir, la represión recurrente, es el método que frecuentan los sistemas y gobiernos autoritarios.
Este grave error conceptual de confundir el principio de autoridad con la razón de Estado ha estado presente en múltiples ocasiones en la historia del país y ahora lo recupera, lamentablemente, el gobierno de Enrique Peña Nieto.
En el actual gobierno, especialmente en los últimos meses, suponen que tendrán fuerza política y serán una autoridad respetada en la medida en que encarcelen a ciudadanos o a grupos que protestan, en la medida de que haga caer el peso de la mano dura sobre manifestantes, en que los muerdan hasta herirlos, en que enseñen y ejerzan, como si fuesen peleadores de callejón, la fuerza para hacer valer ese principio de autoridad en el… barrio.
El principio de autoridad es, para algunos, el objetivo único de la existencia del Estado, y para el logro de ese objetivo sólo tienen como recurso el de la fuerza. Pero se equivocan rotundamente, pues desde el origen mismo del Estado su sobrevivencia no era la razón de su existencia.
Ahora, con más argumentos, en el siglo XXI, la razón de la existencia del Estado tiene que ver con el logro de sociedades de convivencia civilizada y pacífica; con el logro para que los ciudadanos puedan ejercer plenamente sus libertades políticas y derechos humanos; tiene que ver con lograr que el bienestar general prevalezca sobre cualquier interés particular.
En esos propósitos de una genuina razón de Estado el gobierno no puede y no debe confundirlos con los que se desprenden de un artificioso principio de autoridad.
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