martes, 28 de junio de 2016

No son virtudes


Norberto Bobbio: de la razón de Estado al gobierno democrático, es un texto de Isidro H. Cisneros que estudia de manera acuciosa a Bobbio. En la obra del pensador italiano, se dice, están siempre presentes las dicotomías: democracia y dictadura, paz y guerra, ética y política, libertad e igualdad, etcétera, etcétera. Siguiendo esta reflexión, quisiera poner atención a una dicotomía más: libertad y eficacia política, la misma que ha recorrido al Estado mexicano durante prácticamente toda su existencia.

Esta dicotomía también ha sido uno de los puntos centrales del debate y la reflexión en la izquierda. No han existido tiempos o coyunturas trascendentes en donde los políticos, los partidos y una buena parte de los militantes de la izquierda, no se hayan encontrado en la circunstancia de resolver este falso dilema mediante una salida, igualmente falsa. Esto es: la existencia de una supuesta eficacia administrativa a costa de menospreciar y soslayar la libertad y la democracia.

El desarrollo histórico de los Estados latinoamericanos, y de manera particular en México, permite —como ahora está sucediendo en nuestro país— que se presenten retrocesos democráticos a partir de asumir, sin ningún sustento, que la democracia y la libertad producen ineficiencia y corrupción, y que, en sentido contrario, es el autoritarismo, especialmente unipersonal, el que garantiza eficacia y honradez administrativa. Pero esa explicación es rotundamente falsa y hay muchos ejemplos para demostrarlo. El caso de Venezuela es muy ilustrativo. Por ello, no es motivo de sorpresa que en las encuestas que se practican a personas que viven en Latinoamérica, la mayoría siga prefiriendo gobiernos autoritarios e incluso dictatoriales, si estos le garantizan acceso a algunos derechos elementales como el empleo o la seguridad.

No hemos aprendido, y menos aun en la izquierda: democracia y libertad son indispensables para hacer buenos gobiernos. En sentido diferente, concediéndonos una especie de licencia ideológica, continuamos pensando que la libertad y la democracia son prescindibles.

¿Por qué no podemos decir, en el ejercicio de la libertad, que nuestros gobernantes cometen errores?

¿Por qué la irracionalidad de suponer que una crítica a los gobernantes emanados de nuestro partido se convierte en una traición a la patria?

¿Por qué suponer que una diferencia al interior de nuestras filas se convierte en una confrontación a nuestros principios?

¿Por qué al señalar una deficiencia en uno de los nuestros se alientan los linchamientos políticos?

¿Por qué un debate es necesariamente una crisis y por qué una crisis debe culminar, inevitablemente, en una división?

¿Por qué al hecho de convocar, públicamente, para que un político pueda afiliarse al PRD, alguien lo puede convertir en una afrenta?

¿Por qué reproducir comportamientos perniciosos del régimen de partido de Estado y continuar apreciándolos como virtudes?

Esto sucede debido a la permanente dicotomía entre democracia y libertad por un lado, y autoritarismo por el otro. Se ha resuelto, histórica y culturalmente, por lo segundo, y eso así sucede porque nuestro comportamiento político, especialmente en la izquierda, ha sido influenciado por el desarrollo del Estado nacional signado por el poder concentrado; por el levantamiento de adoratorios a los gobernantes; por la terrible ideologización que hicimos de nuestras propuestas programáticas y por la dogmatización —cuasi religiosa— que hicimos de nuestro pensamiento político.

Twitter: @jesusortegam

martes, 21 de junio de 2016

El artificioso principio de autoridad


En eventos trágicos como los sucedidos en Nochixtlán, Oaxaca, las indagaciones judiciales o informaciones periodísticas siempre cargarán con la incredulidad de parte importante de la población. Habrá dudas hacia las partes que participaron de los enfrentamientos, pero —digo una obviedad—: ¿A quién se le creerá menos en su versión? ¿Será al gobierno? Sea estatal o federal. Recordemos el caso de Iguala.

Sé que no puede ser aceptable el hecho de que durante las manifestaciones de protesta que llevan a cabo maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) se bloqueen vías de comunicación estratégicas, se realicen actos vandálicos o abiertamente se lleven a cabo actos de violencia contra bienes públicos o incluso contra personas. Estoy en desacuerdo con estas formas de protesta, pero afirmo que son inútiles como parte de una estrategia política.

No es cierto que la violencia sea la partera de la historia, como tampoco lo es aquel dogma revolucionario que dicta que agudizar las contradicciones y llevarlas al máximo de la violencia nos conducirá, inevitablemente, al cambio social y a la sociedad sin clases.

La violencia no puede ser admitida, aunque sea aquella que supuestamente tenga fines revolucionarios. Tampoco aquella que se da por cuestiones religiosas o la que se da por causales de odio o por cualquiera que pudiera tener alguna explicación.

Pero la llamada “violencia legítima”, la que en determinadas condiciones y circunstancias legales puede y debe utilizar el Estado no puede ser admitida como legítima cuando es ejercida de manera irresponsable, ilegal e irracional.

La razón de Estado como explicación en el uso de la violencia se malinterpreta —frecuentemente— como aquella violencia de la que se puede hacer uso para hacer prevalecer lo que algunos funcionarios gubernamentales identifican como principio de autoridad.

Ese mal entendido principio de autoridad no podría ser utilizado para hacer uso de la violencia: eso resultaría absurdo, pues en los sistemas democráticos preservar o aumentar la autoridad de las instituciones del Estado y la fuerza política de los funcionarios de gobierno se hace convenciendo a las y los ciudadanos. Lo contrario, es decir, la represión recurrente, es el método que frecuentan los sistemas y gobiernos autoritarios.

Este grave error conceptual de confundir el principio de autoridad con la razón de Estado ha estado presente en múltiples ocasiones en la historia del país y ahora lo recupera, lamentablemente, el gobierno de Enrique Peña Nieto.

En el actual gobierno, especialmente en los últimos meses, suponen que tendrán fuerza política y serán una autoridad respetada en la medida en que encarcelen a ciudadanos o a grupos que protestan, en la medida de que haga caer el peso de la mano dura sobre manifestantes, en que los muerdan hasta herirlos, en que enseñen y ejerzan, como si fuesen peleadores de callejón, la fuerza para hacer valer ese principio de autoridad en el… barrio.

El principio de autoridad es, para algunos, el objetivo único de la existencia del Estado, y para el logro de ese objetivo sólo tienen como recurso el de la fuerza. Pero se equivocan rotundamente, pues desde el origen mismo del Estado su sobrevivencia no era la razón de su existencia.

Ahora, con más argumentos, en el siglo XXI, la razón de la existencia del Estado tiene que ver con el logro de sociedades de convivencia civilizada y pacífica; con el logro para que los ciudadanos puedan ejercer plenamente sus libertades políticas y derechos humanos; tiene que ver con lograr que el bienestar general prevalezca sobre cualquier interés particular.

En esos propósitos de una genuina razón de Estado el gobierno no puede y no debe confundirlos con los que se desprenden de un artificioso principio de autoridad.

martes, 14 de junio de 2016

Sólo somos diferentes, ¿nos seguirán odiando?

Excélsior

Cualquier acción que se lleva a cabo para reformar, para terminar con costumbres, va a implicar necesariamente el enfrentar una fuerte resistencia; sea ésta de la sociedad en su conjunto, sea de grupos sociales cohesionados o incluso de individuos aislados entre sí.

Pero al lado de los que se resisten a los cambios se encuentran aquellos que los alientan y promueven. Por ello, las sociedades a lo largo de su existencia se han debatido en una lucha entre preservar lo existente o transformarlo para hacerlo diferente o, incluso, para crear algo radicalmente nuevo. Un ejemplo de esto último podemos encontrarlo en el tránsito de los gobiernos teocráticos hacia los gobiernos laicos.

En la Edad Media, la Iglesia católica establecía para los homosexuales y lesbianas penas que iban desde la mutilación de los órganos genitales, el desmembramiento o la muerte en la hoguera.

Como en el cristianismo o el judaísmo, en el islam, las interpretaciones de las “escrituras de Dios” son múltiples y muy diversas. Las penas a la homosexualidad o al lesbianismo dependen de las tantas legislaciones teocráticas. Algunas de éstas se sustentan, como en el judaísmo y el cristianismo, en lo escrito en el llamado antiguo testamento. Igual sucede con la aleya que sirve a determinados musulmanes para justificar que se mate por lapidación a los homosexuales, pues éste es el castigo que Alá impuso a la ciudad de Sodoma: “A la salida del sol, la volvimos de arriba abajo e hicimos llover sobre ellos piedras de arcilla”; ello en lugar del azufre y el fuego que se cita en La Biblia. Entonces, según fuese el Dios, a los homosexuales o lesbianas se les mataba con fuego, según Yahvé; con piedras, según Alá.

Las grandes revoluciones liberales (las del siglo XVIII y XIX) cambiaron la concepción sobre el origen divino del poder político, para instalar sistemas de gobierno (las repúblicas) sustentados en la razón y en leyes de carácter laico y de interés general.

Pero, después de siglos, hoy persisten aquellos que se oponen a los cambios y que continúan refugiándose en la ignorancia y el oscurantismo. Déjenme ponerles estos ejemplos: a mediados del siglo XX, en la Alemania nazi, se encarcelaba y se ahorcaba a los homosexuales; en la URSS se les perseguía, aprisionaba y exiliaba en los gulags hasta su muerte; en el régimen cubano se les encarcelaba; ahora mismo, el obispo católico de Aguascalientes afirma que la homosexualidad es una enfermedad como la sífilis, y la arquidiócesis católica de la Ciudad de México insiste en lanzar, cada domingo, un anatema en contra de todas aquellas personas que no son heterosexuales.

Otros ejemplos: cuando el Tribunal Supremo Israelí, a principios del actual siglo, despenalizó el homosexualismo, los sectores ortodoxos del judaísmo, especialmente en Estados Unidos, advirtieron que tal resolución provocaría “un nuevo diluvio” (Homosexualidad y religiones. Carlos Pérez Vaquero, 2014).

No importa entonces cuál sea la religión, el régimen político o el tiempo, porque tales mandamientos son bárbaros, salvajes, inhumanos, irracionales. Y hago referencia al tiempo porque ahora, como en la Edad Media, se continúa zahiriendo, violentando, discriminando y asesinando a las personas por causa de su preferencia u orientación sexual. Esto no sólo genera desigualdad, sino lo más grave: fomenta el odio.

Obama tratará de explicar la masacre de Orlando con razones políticas. Pero, además de ello, existe principalmente la causal de la intolerancia, del integrismo, del fanatismo y del odio que recorre a la sociedad norteamericana y que, lamentablemente, ya aparece en nuestro país. El odio al que piensa diferente, al que es diferente.

Twitter: @jesusortegam

martes, 7 de junio de 2016

El factor de las alianzas

Excélsior

1.- Me dice un amigo que si alguien quiere partir un diamante,  entonces… haga uso de una alianza. Es así que las alianzas electorales que llevaron a cabo el PAN y el PRD fueron enormemente exitosas: de las cinco realizadas, cuatro vencieron: Durango, Quintana Roo, Veracruz y aún peleando contra el fraude, Oaxaca; en Zacatecas la alianza encabezada por Rafael Flores obtuvo más de 22% de los votos, apenas seis puntos menos que David Monreal, quien ocupó el segundo lugar. En Tamaulipas, Cabeza de Vaca, el candidato del PAN, hizo una alianza, igualmente de facto, con amplios sectores priistas y perredistas. Por ello se desfondó la votación del PRD y se debilitó enormemente la del PRI. En Chihuahua sucedió lo mismo para que ganara Javier Corral y en Puebla, el PAN gana gracias a una alianza con el PT, Nueva Alianza y PES.

2.- Pero el PRI también hizo amplias alianzas con el PVEM, Nueva Alianza, con el PT, con el PES y con múltiples partidos locales, lo que le permitió ganar en Hidalgo, Sinaloa y Zacatecas. Pero la alianza más interesante del PRI fue con AMLO en Veracruz y Oaxaca. En estas dos últimas entidades, se trataba, según los planes de la triple alianza (Duarte-Murat-López Obrador), de evitar triunfos de la alianza PAN-PRD. En Veracruz no lo lograron y en Oaxaca aún no hay nada definido.

Las alianzas de Morena con el PRI en Veracruz y Oaxaca le arrimaron votos artificiosamente, pero no le dieron, a López Obrador, ninguna victoria de gobernador.

3.- En la CDMX las encuestas previamente publicadas le auguraban al PRD una derrota catastrófica ante Morena: 3 a 1, decían algunos diarios y otros supuestos analistas.

De nueva cuenta se equivocaron, unos y otros, pues en la capital de la República la diferencia entre Morena y el PRD es de 70 mil votos, en un universo de votantes de siete millones 480 mil y de los cuales votaron, el pasado domingo, dos millones 90 mil electores.

Morena, decía López Obrador, iba a desaparecer al PRD en la ciudad. Ello, desde luego, era una baladronada y la diferencia entre ambos partidos fue apenas de tres puntos porcentuales. En la Ciudad de México se consolidaron dos grandes fuerzas en equilibrio y en competencia muy pareja. Ello sucedió a pesar de medidas del gobierno que, siendo indispensables, resultaban controversiales para importantes sectores de la población. Además, hay que decir que el PRD tendrá al mayor número de integrantes del Constituyente. El PRI tendrá 21, Morena 21, el PAN 13 y el PRD 27. Seremos, el PRD, el partido más influyente en el Congreso Constituyente de la capital de la República.

4.- Es de reconocer que el PRD se equivocó al no ampliar su política de alianzas en Chihuahua, Tamaulipas, y el PAN se equivocó al negarse a las alianzas en Tlaxcala e Hidalgo.

Nos equivocamos en admitir presiones externas en la designación de algunas candidaturas a gobernador y no pudimos zafarnos de los conflictos internos (algunos alentados por el propio PRI) que nos afectaron en varias entidades.

5.- El PRI experimenta una severa derrota electoral, y principalmente política. El tema de la corrupción, su resistencia a adoptar medidas de fondo contra este flagelo; su incapacidad para combatir la pobreza; su inoperancia frente a la violencia e inseguridad son algunas de las causas de ello. Otra causa de esta derrota debe encontrarla en las oficinas de Duarte, el de Veracruz; de Duarte, el de Chihuahua; de Borges; de Egidio, etcétera, etcétera.

6.- Pero también hay que decir que el PRD no creció como necesitábamos y una razón la encontraremos en los severos efectos de la división que experimentamos cuando AMLO se va del PRD y convoca a muchos militantes a acompañarlo.

Esta división fue de grandes costos electorales, pero, a decir verdad, resultaba imposible evitarla debido a las grandes diferencias en los proyectos políticos que enarbolamos. Lo mejor que puede pasarnos después de los resultados de las elecciones del pasado domingo es asumir un nuevo rumbo para el PRD y eso implica que cambiemos a profundidad; que reconstruyamos nuestra identidad de izquierda progresista; que corrijamos nuestras prácticas y que nos mantengamos como demócratas de izquierda por convicción, no por ocasión.