Lo que ahora escuchamos, con notable persistencia —votos de por medio— son promesas de felicidad. No debiera de extrañarnos demasiado, pues en lo extenso de la existencia de la humanidad la felicidad ha sido, precisamente, la promesa suprema de todos los mensajeros divinos, de todos los profetas en todas las religiones.
La promesa de la felicidad es consustancial a la existencia de las mitologías de todo tipo; a las de carácter religioso, desde luego, pero también le es consustancial a las mitologías de carácter político y, por ello, es que la promesa de la felicidad también ha sido una de las argucias más sofisticadas de embaucadores que buscan alcanzar poder político o acumular enormes fortunas económicas.
No dejan de tener razón aquellas personas que señalan a determinados políticos como individuos cuyo propósito es engañar, que son profesionales de la mentira y cómo no lo serán si durante las campañas electorales ofrecen todas las cosas que son posibles materializar por los seres humanos, pero más aún, son capaces de ofertar las cosas que son imposibles de satisfacer por cualquier tipo de poder, ya lo sea divino o lo sea simplemente terrenal.
“¡Vota por mí y desde el gobierno haré lo necesario para que seas feliz; afíliate a mi partido y te garantizaré que juntos alcanzaremos la felicidad; súmate a mi movimiento y lograremos que todos seamos por siempre felices; vota por mí y cuando sea el Presidente entonces te voy a garantizar la felicidad!”
Y sí que es cierto: hay políticos que tienen dentro de sus principales ofertas de carácter electoral —aparte, desde luego, de ofrecer que la gente ya no pagará impuestos— el garantizar para todas y todos La Felicidad.
Con respecto al poder político y la felicidad, son muchos los ejemplos que los relacionan, pero el siguiente es particularmente revelador: “La era de la felicidad personal ha concluido. La sustituimos por una aspiración a la felicidad colectiva […] si nosotros llegamos a identificarnos con nuestra gran revolución, si la sentimos en nuestra propia sangre no tendremos ya más necesidad de atormentarnos con minucias o fracasos aislados [… ] es de esta voluntad obstinada que nosotros adquirimos nuestra felicidad secreta”.
Esto entendía Adolfo Hitler como la felicidad y con una interpretación de esta naturaleza es que este personaje condujo al pueblo alemán y al mundo entero a una tragedia de la que jamás podrá olvidarse.
Otro ejemplo de estos que son deplorables: el caso del reverendo Moon, que ciertamente no aspiró a cargo alguno de poder político, pero el ofrecer la felicidad a la gente le ha significado un impresionante negocio particular. A Moon le compran la felicidad y es entonces que, con gusto, recibe miles de millones de dólares que le envían personas de todo el mundo como retribución para que les una en matrimonio y les haga felices.
Como podemos observar, en el terreno de las mitologías —lo sean religiosas o políticas—, ofrecer la felicidad ha sido y sigue siendo un común denominador, y por ello mismo la felicidad —lo que ello signifique— se ha convertido, por desgracia, en instrumento de manipulación de millones de conciencias individual y de la gran colectiva. Lo que podemos observar es que entre religiosos y algunos políticos ahora existen demasiados concesionarios de la felicidad.
Pero si para la mitología esto es lo común, ¿cómo debiera entenderse para la razón del conocimiento y para la razón política el asunto de la felicidad?
Pienso que desde la razón política de izquierda lo que debiera construirse en las sociedades modernas es el andamiaje, la poderosa estructura social que, junto a un verdadero Estado y a través de la aplicación de las leyes, garantice la realización de los derechos humanos y sociales fundamentales de las personas; que sean cumplibles por toda autoridad y que sean exigibles por cualquier persona.
Sé que esto último no es lo único que contribuye a la felicidad, pero en verdad que ayuda y mucho.
Twitter: @jesusortegam
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