Las elecciones del domingo pasado
estuvieron marcadas e influenciadas por dos elementos que hay que reflexionar
con el mayor interés, pues impactan de manera directa no sólo el futuro
inmediato de nuestros procesos electorales sino además, y de manera significativa,
el conjunto de la vida social y política de nuestro país.
El primero, es la poca
participación de los ciudadanos en los comicios. No tengo, al escribir estas
notas, los números precisos en cada una de las entidades, pero sí observo en
los datos preliminares la presencia de un menosprecio de los ciudadanos en
general a su derecho para elegir a las autoridades políticas y a sus
representantes en los congresos locales.
Dirán algunos que este es un
fenómeno que se presenta en muchos países y que el nuestro se encuentra en la
media mundial. Por ello, insistirán, es un hecho al cual no hay que dedicarle
gran interés.
Por el contrario, opino que si
bien no somos excepción, sí es un tema de alerta.
Es grave, porque el
abstencionismo electoral es la primera manifestación de menosprecio de los
ciudadanos hacia los asuntos públicos. A la gente le importa cada vez menos qué
hacen los políticos e igualmente, soslaya cada vez más, los asuntos de la
comunidad. Hay, por así decirlo, un intento de guarecerse, de protegerse en el
ámbito de su vida familiar y en el espacio que se limita a lo estrictamente
privado.
Los ciudadanos desconfían de lo
político, son escépticos ante lo público y suponen que su mejoría y prosperidad
no habrá de ser resultado de aquellos espacios intrínsecamente sociales. Se
protegen en lo privado de los daños que les ha ocasionado lo político.
Por eso es —y este es el segundo
elemento— que los partidos en general, pero principalmente el PRI, han
encontrado una fórmula eficaz para ganar elecciones. Ésta es sencilla: se
pueden comprar votos porque hay oferta o se venden porque hay demanda.
Hay, lamentablemente, mucha
oferta de votos susceptibles de ser comprados (los gobernadores priistas
invirtiendo dinero público para hacerse de acciones privadas) y más
lamentablemente, mucha demanda de votos que encuentra fácilmente vendedores.
Por lo tanto, el partido o candidato que tiene más dinero (público o privado,
lícito o ilícito) tiene más “condiciones para ganar una elección”.
En muchos lugares del país y
especialmente en elecciones estatales y municipales, los programas políticos y
las propuestas que pudieran enarbolar los candidatos tienen poca o nula
importancia para un sector, cada vez más grande, de potenciales electores. Lo
que sí tiene valor es el monto de dinero —contante y sonante— que un candidato
o partido o gobierno ofrece al ciudadano.
Pongamos el ejemplo, que es real,
de una familia en Coahuila (o podría ser en Durango, Veracruz, Oaxaca o en
cualquier región caracterizada por la pobreza en que viven la mayoría de sus
habitantes), compuesta por diez personas mayores de 18 años en donde cualquier
partido (principalísimamente el PRI) le ofrece cinco mil pesos al patriarca o a
la matriarca por convencer a sus familiares de votar por ese partido y a cambio
recibir mil pesos cada uno de ellos. Para la familia recibir 15 o 20 mil pesos
en el día de las elecciones le cambia, literalmente, la vida por varios meses.
Agregue el lector, que para esa misma familia, le llegan las infaltables
despensas y la promesa de que serán incluidos en los programas gubernamentales
de “combate a la pobreza”. Millones de familias en condiciones de pobreza (que
son la mayoría) y en condiciones de pobreza extrema, difícilmente se resisten a
estas “ofertas programáticas” del PRI.
Las elecciones en México están
viviendo un proceso de perversión y cuyos resultados son autoridades o
representantes con ausencia de legitimidad y elecciones que cada día se parecen
más a un mero “proceso mercantil” de oferta y demanda de... votos.
¿Cómo se puede cambiar este
fenómeno de degradación? Paradójicamente sólo con la política y, aunque algunos
no lo comprendan, sólo mediante una gran reforma de Estado.
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