En la gloriosa Revolución Francesa de 1789 se dio el cambio histórico más importante en las relaciones sociales y particularmente entre aquellas que tienen que ver con el ejercicio del poder.
La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano marca el fin y al mismo tiempo el inicio de una nueva era en la humanidad. Esta declaración es el principio de la instauración en el mundo de lo que ahora llamamos Sociedad de Derechos.
La Asamblea Nacional estableció como derechos “naturales e imprescriptibles”, la libertad, la propiedad, la seguridad, la resistencia a la opresión e igualmente reconoce que todos los seres humanos somos iguales ante la ley y la justicia.
Han pasado más de 200 años desde esa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y en México recién hablamos de reformar a la Constitución política y a otras leyes para reconocernos, la sociedad mexicana, como una sociedad de derechos.
En el antiguo sistema priista los derechos de los ciudadanos existían formalmente en la Constitución, pero en los hechos era el hombre fuerte, el caudillo, el cacique, el Presidente en turno, quien decidía si se podían ejercer. Esta suplantación de la soberanía popular no se terminó plenamente con la alternancia y desde luego que existe ahora en no pocos grupos de presión y de poder, la pretensión de regresar al sistema del “soberano poder presidencial” que en los hechos cancelaría la ansiada, durante tantos años, sociedad de derechos.
La base de esa sociedad de derechos se encuentra en el artículo primero Constitucional, especialmente, a partir de las enmiendas que se aplicaron en la reforma del año 2001, donde se establece que “queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, género, edad, discapacidades, condición social, condiciones de salud, religión, opiniones, preferencias (sexuales, reforma 2012) el estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas” y la reforma del año 2012 que obliga a las autoridades a “promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos”.
Estos párrafos de la Constitución son la antítesis del “ogro filantrópico” como definía Octavio Paz al Estado mexicano presidencialista. Ese ogro rapaz y también dadivoso (…) acostumbrado a extraer y gastar, a succionar y despilfarrar a financiar clientelas vendiendo petróleo y a vivir de su producción (Denise Dresser, 2009).
En realidad ésa es la gran disyuntiva del país en la actualidad. O somos capaces de construir a la sociedad mexicana como una sociedad de derechos exigibles y cumplibles o, como quieren algunos, revivimos al monstruo, al ogro filantrópico, aquel que quita todo para entregar migajas; al que anula derechos para dar concesiones, al que da ayudas a los pobres (Procampo, Solidaridad) en lugar de garantizar, en el uso de sus facultades, el ejercicio pleno de los derechos humanos y constitucionales para todas y todos los mexicanos.
La desaparición del ogro filantrópico no será por voluntad de él mismo; por el contrario, sólo podría ser posible como resultado de una acción política y social de la que participen —y es mejor en acuerdos— todas y todos aquellos que comprendemos que el cambio fundamental que necesitamos es el de dejar de ser un país de súbditos que piden canonjías al Presidente para convertirnos en ciudadanos que le exigen al Estado el cumplimiento de sus derechos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario