La vida política sigue suce-diendo como en el siglo XIX: en torno y casi de manera exclusiva a los personajes.
En el mundo existen organizaciones y partidos políticos de la mayor diversidad. Hay aquellos que se guían en la más pura ortodoxia de los partidos de “corte clásico”, de cuasi ejércitos en donde los ciudadanos se afilian cual si fuesen reclutados o adoctrinados. Otros, han innovado su comportamiento para situarse en la renovación y la heterodoxia, como los partidos-frentes (partido aglutinador de partidos). Existen también aquellos, como la izquierda española después del franquismo, la italiana posterior a la caída del muro de Berlín y la brasileña a partir de los 80’s, que dejaron dogmas y evangelios. También hay partidos en todo el mundo que particularizan su representación en uno o varios sectores sociales como los indígenas y campesinos, como “los sin tierra”, los productores de hoja de coca en Bolivia, los ecologistas, etcétera…
La diversidad ha sido, y es ahora mismo, enorme pero me interesa poner énfasis en aquellos partidos cuyos integrantes se unifican y organizan en torno a un individuo, a un personaje y de los cuales está pletórica la historia de México.
En nuestro país, parecería que el tiempo no ha pasado y la vida política sigue sucediendo como en el siglo XIX: en torno y casi de manera exclusiva a los personajes. El echeverrismo, salinismo, cardenismo, foxismo, pejismo… por referirme a los últimos “príncipes”, a los “partidos-hombre” más relevantes en México en los pasados cincuenta años.
La “personalización” de la política –una forma de feudalización– ha traído, entre otras consecuencias, una “desideologización” del quehacer político (ausencia de ideas y pensamientos en la confrontación política); una reducción al mínimum minimorum del debate programático (todo se reduce a estar a favor o en contra del personaje); una carencia de programas en los partidos; una ausencia de propuestas alternativas; y lo más grave, para cualquier sistema democrático, el debilitamiento al extremo de los partidos políticos como instituciones.
En las sociedades plurales como la nuestra surgen liderazgos políticos y sociales, lo cual es natural, pero sucede con mayor frecuencia en situaciones de incertidumbre sobre el rumbo del país. Sin embargo, en las sociedades plurales modernas, democráticas, los partidos que enarbolan propuestas alternativas, que presentan programas de gobierno diferentes, que representan ideas, interés social, son indispensables.
Instintivamente, como resultado de una cultura política hegemónica en la sociedad mexicana, se tiende no sólo a minimizar, sino inclusive a menospreciar a los partidos, lo que le resta valor a la democracia y fortifica la idea de gobiernos sustentados en los “partidos-hombre”. Ello, tarde o temprano, se traduce en gobiernos autoritarios, inclusive totalitarios.
En ese sentido, el Partido de la Revolución Democrática (PRD) se encuentra en una crisis de identidad: nacimos cobijados por un fuerte liderazgo personalizado, continuamos nuestra existencia a la sombra de otro y, ahora mismo, tenemos el dilema de encontrar a un tercero o de reconstruirnos –dejando atrás el tribalismo– en un verdadero “partido-programa”, en una izquierda (un “Príncipe Colectivo”) que represente una propuesta alternativa de nación y de gobierno, a la que enarbolan individualmente Peña Nieto por un lado y Calderón por otro.
Este dilema al que se enfrenta el PRD requiere ser resuelto contrastando, primero, entre un “partido-programa” y un “partido-hombre”; y segundo, de entre un partido de izquierda moderna (con ideas y pensamientos innovadores, heterodoxos y universalista) y la cultura anacrónica del individualismo, del príncipe omnipotente como centro y eje de la política nacional.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario