Los presidenciales están haciendo sus campañas alimentando, no la razón, no la conciencia (el conocimiento) sino la fe, es decir, la creencia que no necesita de la evidencia. “¡Créeme, yo sí cumplo!” nos dice a diario EPN. “¡Créeme, soy diferente!” nos repite JVM.
El no estar habituados —como estamos—, a los debates políticos intensos, provoca que cualquier señalamiento público en contra de las posiciones adoptadas por alguno o por todos los candidatos a la Presidencia de la República sean inmediatamente calificados como guerra sucia. Si se señala, por ejemplo, que Peña Nieto está gastando demasiado, rebasando los topes de campaña y con ello eventualmente violentando la ley electoral, entonces sus representantes argumentan la existencia de una guerra sucia.
Si algún otro comete un yerro y eso es remarcado por los otros candidatos o por sus equipos, de igual manera, se arguye la existencia de estrategias de la guerra sucia. Una dinámica de esta naturaleza a lo que conduce —además de saturar la ventanilla de quejas del IFE— es a la ausencia de la necesaria confrontación de ideas, de propuestas y finalmente a la carencia, en la presente campaña, de un verdadero debate electoral y político que contribuya a que los ciudadanos razonen su voto.
Si no se logra claridad respecto a las diferencias entre los respectivos proyectos de los aspirantes, el país se expone a que determine el voto de una parte importante de los ciudadanos no sea dicha razón, sino que lo sea la “Fe”.
En México —después de una larga historia de poder concentrado en una sola persona— se nos acostumbró, a tener fe y esperanza más que responsabilidad y razón.
Históricamente se nos ha aconsejado que los asuntos de la política, economía y gestión gubernamental los dejemos a los “que saben de eso” y entonces la política o la economía se han convertido, como dice Tony Judt, “en una liturgia que se celebra en una lengua oscura que sólo es accesible para los iniciados. Para todos los demás, basta la fe (o la esperanza)”.
La fe en que las cosas van a cambiar, la esperanza en que el nuevo presidente, cualquiera que sea, mejorará nuestra situación. Así los presidenciales están haciendo sus campañas alimentando, no la razón, no la conciencia (el conocimiento) sino la fe, es decir, la creencia que no necesita de la evidencia. “¡Créeme, yo sí cumplo!” nos dice a diario EPN. “¡Créeme, soy diferente!” nos repite JVM.
Hay que cambiar radicalmente esta inercia y debe de iniciarse desde donde se puede, es decir: desde la izquierda. AMLO debe ser, ciertamente, el candidato de la disconformidad (ello no atenta contra la idea vertebral de la reconciliación nacional), el candidato de la crítica más intensa al estado de cosas y de la crítica más auténtica, más profunda a la demagogia de sus contrincantes. Pero para alimentar la razón y no sólo la fe, AMLO debe ser el candidato de las propuestas alternativas que sean viables, posibles y mejores.
La fe motiva, pero es el conocimiento lo que verdaderamente transforma.
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