La muerte de 31 reos a principios de año en una pelea en el centro penitenciario del municipio de Altamira, Tamaulipas, y la riña entre internos del Centro de Readaptación Social de Apodaca, Nuevo León, que dejó un saldo de 44 muertos, son claros ejemplos de la grave crisis del sistema penitenciario mexicano.
En el penal de Apodaca confluyen los rasgos característicos del sistema carcelario: sobrepoblación —fue construido para albergar a mil 500 internos, pero hasta el domingo era habitado por casi dos mil 500 reos—, falta de clasificación individual —en un mismo espacio cohabitan procesados con sentenciados, delincuentes comunes con integrantes del crimen organizado e individuos de baja peligrosidad con sicópatas—, un autogobierno basado en la ley del más fuerte y corrupción e indolencia por parte de las autoridades.
Al problema estructural de sobrepoblación se ha sumado, en este sexenio, la guerra del Ejecutivo federal, cuya estrategia consiste en perseguir principalmente a los integrantes de los cárteles del narcotráfico. Según Guillermo Zepeda, investigador del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO), los penales tienen una sobrepoblación de 35% en promedio, pero en ciudades como Monterrey, Guadalajara y el Distrito Federal llega a alcanzar hasta 220 por ciento.
Asimismo, en los últimos años los Centros de Readaptación Social de las entidades federativas se han inundado de reos de alta peligrosidad capturados por las fuerzas federales. Así, en estas cárceles diseñadas para retener a la delincuencia común han sido tomadas por la delincuencia organizada, imponiendo su autoridad al personal mal pagado y sin capacitación de las penitenciarías estatales. Desafortunadamente, esta situación llega a tal extremo que, en algunos casos, las cárceles se han convertido en centros de operación y reclutamiento de las organizaciones criminales.
Pareciera que la responsabilidad del Estado mexicano se extingue al aprehender a los presuntos delincuentes y encerrarlos para que subsistan como puedan. No se percibe una política pública seria, en concordancia con el precepto constitucional que establece que el sistema penitenciario se organizará sobre la base del respeto a los derechos humanos, el trabajo, la capacitación para el mismo, la educación, la salud y el deporte; como medios para lograr la reinserción del sentenciado a la sociedad y procurar que no vuelva a delinquir.
Se puede estar de acuerdo o no con el concepto de reinserción social, pero mientras sea un principio constitucional, las autoridades deben observarlo y ceñirse a él. Todo lo contrario al populismo punitivo de fuerzas políticas, como el Partido Verde Ecologista (PVEM), que al impulsar la cadena perpetua elimina la posibilidad de que los individuos se puedan reinsertar a la sociedad. Obviamente, la negación máxima del principio de reinserción social es la pena de muerte, impulsada también por el PVEM, a pesar de su prohibición expresa en la misma Constitución.
Mientras que la estrategia de seguridad pública privilegie la neutralización de los delincuentes y no preste la debida atención a la prevención y reinserción social, seguiremos perdidos en un laberinto combatiendo a un monstruo de mil cabezas. Resulta urgente una estrategia de seguridad ciudadana que, en lugar de emprender expediciones punitivas para que los delincuentes se pudran en la cárcel, reconstituya el tejido social, dándole la misma importancia a la prevención, la persecución y la reinserción.
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