El incendio provocado en el Casino Royale en la ciudad de Monterrey debe de ubicarse sin ambigüedades: Es llanamente terrorismo.
Se trata, según la definición de Brian Jenkins, “del uso calculado de la violencia o de la amenaza de la violencia para inculcar miedo; se propone intimidar a gobiernos o a sociedades en el propósito de alcanzar ciertos objetivos que son generalmente de carácter, político, religioso, ideológico”, y debiéramos agregar, para el caso de Monterrey, “de carácter económico”. Adjunto lo de económico, porque a quienes regaron con gasolina las instalaciones del mencionado casino y con ello ocasionaron la muerte de 52 personas, no los motivó alguna convicción política o ideológica y menos aún religiosa, sino que —probablemente— los alentó el “castigar” a determinadas personas (posiblemente al o a los propietarios de la casa de juego) por no “pagar la cuota de protección” a las bandas de criminales que del “negocio de la trasportación y venta de drogas” se han extendido al “negocio” de extorsionar a propietarios de pequeñas o grandes empresas. De esto obtienen recursos que en algunos casos pueden ser superiores a los obtenidos en el narcomenudeo.
Los grupos de la delincuencia organizada han diversificado su modus vivendi, y la extorsión y el secuestro, entre otras, son actividades que les reditúan grandes cantidades de dinero. Pero para continuar extorsionando les resulta indispensable escarmentar a algunos y lo deben hacer con tal brutalidad, que al causar el mayor daño infundan temor y miedo entre toda la población. Así, en Monterrey han causado el mayor daño —la muerte de 52 personas— y ahora han logrado el propósito de atemorizar y aterrorizar a la mayoría de la población de Monterrey y del país.
Todo esto es real, pero lo más delicado aún es que la presencia de estas formas de “narcoterrorismo” no sólo están evidenciando la extrema debilidad de los gobiernos federal, estatales y municipales para enfrentar a la delincuencia organizada, sino que además se está haciendo patente, cada vez con más claridad, la existencia de una Crisis de Estado, entendida ésta como una paulatina, constante y creciente corrosión de sus instituciones más representativas, incluidas aquellas encargadas de hacer uso de la fuerza legítima y legal. Por ejemplo: el Ejército y las diferentes policías.
Por lo tanto, la presencia cada vez más frecuente y cada vez más brutal de la violencia y, de ésta, en modalidad de terrorismo, es un problema de tal magnitud que pone en riesgo la existencia misma del Estado nacional.
Sin embargo, desde algunas concepciones políticas, la agudización de una Crisis de Estado es una necesidad y una condición para lograr verdaderos cambios. Desde esas visiones, las fuerzas a favor del cambio no sólo no deberían preocuparse por dicha crisis, sino que, por el contrario, deberían hacer lo necesario para profundizarla. Esas teorías, como la de agudizar las contradicciones, en las actuales condiciones del país es la que favorece al crecimiento de la violencia, la que propicia más víctimas inocentes, la que apoya mayor impunidad de la delincuencia pero, sobre todo, es la que apoya las alternativas de poder político más reaccionarias, conservadoras y representativas de la derecha extremista.
Las fuerzas de izquierda, las progresistas, no deberían apostarle al mayor debilitamiento del Estado y sus instituciones, pues se estarían disparando a sí mismas.
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