Cualquier persona elementalmente sensible no puede más que horrorizarse ante los hechos que están causando sufrimiento y dolor a sus semejantes. Así nos encontramos millones de hombres y mujeres en el mundo que observamos, perplejos, cómo se repiten a diario los actos de violencia que causan imágenes espeluznantes y daños irremediables a las personas y las naciones.
Ningún país o incluso ninguna persona podría excluirse del riesgo de ser, en cualquier momento, una más de las víctimas de la violencia.
Francia, Estados Unidos, Gran Bretaña, España, Grecia, Líbano, Libia, Siria, Rusia, China, Japón, Venezuela, Bolivia, Chile, Nicaragua, Bangladesh, Paquistán, India, Irán, Irak y muchos más países, todos, padecen, han padecido o padecerán de la violencia.
Nuestro país es parte de esta espiral del horror y, lamentablemente, lo es en grados extremos.
Violencia causada por confrontación social, por enfrentamientos políticos, por intereses económicos, por el negocio mortal del narcotráfico o por la acción de la delincuencia organizada. También por odio racial, por el odio religioso, por la discriminación, los prejuicios e ignorancia.
En el mundo parecería que regresamos a lo que Hobbes identificaba como el “estado de naturaleza”, en donde los seres humanos se encuentran constantemente —por necesidad de sobrevivencia— en la inevitable circunstancia de enfrentar con violencia a los otros.
Y entonces —a pesar de los extraordinarios avances en el conocimiento de la ciencia y en la superación de la ignorancia— la humanidad vive un proceso de regresión social debido al debilitamiento y, en algunos casos, extinción de los Estados civilizatorios, de aquellos que surgieron en los momentos terminales del medioevo, que se desarrollaron en el resplandor del Renacimiento y el Siglo de las Luces y que rindieron impresionantes frutos de desarrollo y bienestar en las sociedades europeas posteriores a las guerras mundiales sucedidas en el siglo recién pasado.
Cuando en Florida un individuo dispara a diestra y siniestra en un bar que es frecuentado por personas con diferentes preferencias sexuales, y lo hace en el nombre de su religión, ello evidencia una terrible regresión social.
Cuando en México policías o funcionarios públicos al servicio de los grandes empresarios del tráfico de las drogas desaparecen o asesinan a jóvenes estudiantes, ello es evidencia de salvajismo que atenta contra cualquier convivencia civilizatoria.
Cuando en un mercado público de Bagdad alguien en el nombre de un dios es capaz de asesinar a decenas y centenas de personas es que aparecen síntomas, cada vez más frecuentes, de ese estado de naturaleza precivilizatorio y premoderno.
Cuando busca (y podría lograrlo) ser Presidente de Estados Unidos —el país militarmente más poderoso del planeta— un individuo que pretende levantar, literalmente, una barrera de miles y miles de kilómetros para, con ello, impedir que puedan transitar a su país personas de otras razas y otras religiones, es que los Estados civilizatorios no están funcionando y se encuentran en tal grado de debilidad que dejan paso libre a las expresiones más terribles, extremas y salvajes de la violencia.
¿Qué hacer ante esto? ¿Cómo aislar a los fanáticos seguidores de las teocracias, a los homófobos, a los xenófobos, a los políticos fundamentalistas —de derecha o izquierda— que tienen, todos ellos, en la polarización, en el odio y en la violencia, es decir, en la antipolítica, el sustento de su existencia?
Posiblemente ahora nadie tenga una respuesta, pero el inicio de alguna es que quienes no compartimos la sin razón no mostremos indiferencia ante esta marcha hacia el desastre.
En México avanza aceleradamente un proceso de debilitamiento del Estado y de ello son responsables, simultáneamente, el propio gobierno, los dirigentes políticos corruptos e ineptos y los politikofóbicos. Hay que detener su suicida pretensión de obstruir la construcción de un Estado democrático.
Twitter: @jesusortegam
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