martes, 3 de mayo de 2016

Las canalladas en el nombre de la libertad de expresión


Me refiero a la revolución de la información y las comunicaciones y que, a diferencia de otras revoluciones, ésta, la de la información, es total y está presente en todos los continentes, países, regiones y de ella son parte prácticamente todos los seres humanos.

Con esta revolución los seres humanos somos más libres con todo lo que ello significa y no hay tema, por más delicado que parezca para algunos, que no sea conocido por la generalidad.

La barrera que alguna vez existió para propósitos de información entre los asuntos públicos y los privados ha desaparecido y, por ejemplo, una información aparecida en Centroamérica, en Panamá de manera específica, y que permitió conocer los nombres de centenas o miles de personas que podrían estar involucrados en actividades de fraude fiscal provoca, casi de inmediato, que renuncie el primer ministro de Islandia, que muchos otros funcionarios públicos y empresarios privados de los cinco continentes estén ahora sujetos a investigaciones judiciales y que se hayan originado revueltas populares que ocasionaron crisis políticas en varios países.

Somos más libres para informar y más libres para recibir la información, pero esta situación hace que tanto los comunicadores (dueños de medios de comunicación, periodistas y líderes de opinión en internet) como los receptores (televidentes, lectores de diarios y principalmente usuarios de las redes sociales) se conviertan todos ellos en retransmisores y, como efecto de ello, en parte de los millones y millones de comunicadores que en todo el mundo recogen y transmiten información, alguna intrascendente, pero otra que es apreciada como de gran importancia.

Sin embargo, esta mayor libertad debiera acompañarse, especialmente en los profesionales de la comunicación, de una mayor responsabilidad para elaborar el contenido de lo que transmiten.

Esta responsabilidad no debiera entenderse como una limitante a la libertad, sino como un elemento indispensable para que nuestra libertad, la de cada uno de nosotros, la podamos ejercer sin afectar la libertad y los derechos de los otros.

En realidad así ha sucedido con otras revoluciones: la francesa, la más trascendente de todas, estableció por primera ocasión de manera integral los derechos del hombre y del ciudadano y ello significó el paso de la edad antigua a la modernidad, del absolutismo en el pensamiento a la libertad de conciencia, del despotismo a la democracia, del fanatismo a la razón, de la opresión a la libertad de expresión.

Decían los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, “que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos”.

La libertad de la cual nadie, ahora, podría prescindir para intentar la construcción de sociedades justas, igualitarias.

Pero la libertad no puede entenderse como facultad o el derecho de hacer lo que se desea, aunque se dañe la libertad o el derecho de los otros, de los demás.

Por ello, en la propia Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en el artículo cuarto, se establece que: “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no daña a los demás. Así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene más límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Estos límites sólo pueden ser determinados por la ley”.

Para nadie es extraño entender que nuestra Constitución y las múltiples leyes que rigen las relaciones de la sociedad mexicana están sustentadas en las ideas de la Ilustración que son las que alimentaron el cuerpo jurídico-legislativo que resultó de la Gran Revolución Francesa.

Por eso la libertad, incluida la de expresión, tiene en México el límite que establece el artículo sexto de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos y que a la letra dice: “La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, la vida privada o los derechos de terceros, provoque algún delito o perturbe el orden público…”.

Así, nadie, sea funcionario público, legislador, dirigente político, empresario, dueño de medios de comunicación, periodista o cualquier persona puede violentar nuestra Constitución y menos podría hacerse en el nombre de la libertad.

Twitter: @jesusortegam

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