Las desigualdades son una realidad del mundo, pero lo son
especialmente vigentes, persistentes y profundas en nuestro país. ¿Qué se hace
desde la izquierda para terminar con ellas? ¿Qué se hace para aminorarlas o
disminuirlas?
Este problema ha sido, a lo largo de la historia de la
humanidad, el más complejo y más difícil de solucionar y… lo sigue siendo
ahora. El comunismo dijo que aboliendo la propiedad privada y en consecuencia a
las clases sociales, el problema se solucionaría. No fue así y la alternativa
que ofrecía el comunismo devino, no en una sociedad sin clases ni en igualdad
social, sino en un Estado burocrático y totalitario.
Después del fracaso del comunismo en el mundo, ¿hay
alternativas en México a la terrible desigualdad?, ¿la izquierda puede
construir alternativas a esa lacerante realidad?
¡Ya antes se construyó una teoría —casi evangelizadora—
desde la cual el futuro es predecible e inalterable! Tal teoría nos “condenaba
—a la izquierda— a la victoria” y nos auguraba el paraíso. Como todos ahora
sabemos, eso no fue cierto antes ni lo es ahora.
A pesar de ello, sí hay alternativas; pero no son
aquellas sustentadas en ese fallido determinismo histórico, sino que son
aquellas otras que con objetividad y realismo pueden identificar la existencia
de los problemas sociales, que pueden diagnosticar sus causas y que pueden
encontrar soluciones realistas y concretas.
Para decirlo de otra manera: la alternativa no es la
revolución que de una vez y para siempre construye “el cielo en la tierra”,
sino las reformas económicas, sociales y políticas que van reconstruyendo,
renovando, innovando y transformando las añejas y anacrónicas estructuras de
nuestra injusta sociedad y las del propio Estado.
La alternativa no es continuar en el inútil esfuerzo de
“intentar bajar el cielo”; es, en sentido diferente, “poner los pies en la
tierra” para reformar, por ejemplo: el modelo económico, lograr crecimiento de
la economía, garantizar mayor ingreso para las familias, alentar el mercado
(especialmente el interno) y construir, entonces, más empleos y mayor
distribución de la riqueza.
Con los pies en la tierra, hay que decir que el desempleo
es el factor que más contribuye a la desigualdad, y de igual manera, que la
educación es el factor social igualador por excelencia.
Por lo tanto, hay necesidad de hacer una reforma
educativa que termine con el desastre que es hoy la educación pública, porque
al hacerla y garantizar —aparte de la gratuidad, laicidad, universalidad— la
calidad educativa, estaríamos avanzando en posibilitar la igualdad jurídica que
postula la Constitución y la igualdad social y de oportunidades, para la niñez
y la juventud que postula la izquierda.
No digo que tres leyes y una reforma a la Constitución
sean la totalidad de la reforma educativa. Ello sería un desatino. Pero tal
reforma y tales leyes servirán para iniciar el desmantelamiento del poder
fáctico supraestatal que desde hace décadas se apoderó de la educación pública,
y la convirtió en instrumento para construir y preservar intereses particulares
y de grupo que son antítesis de los intereses del país. Ese poder supraestatal
no son —desde luego— los maestros, pues ellos también son víctimas —junto a los
niños y jóvenes— del desastre de nuestra educación.
El problema no son los maestros, como tampoco lo es la
genuina disidencia al autoritarismo del SNTE y al de los gobernantes y partidos
que lo apoyan; sí lo es la corrompida estructura del poder político y económico
que se disfraza de sindicalismo y lo es, también, la red de intereses
particulares insertos —desde hace muchos años— en el sistema administrativo y
gubernamental de la educación pública.
Las reformas de Estado son, desde una izquierda moderna,
la más viable alternativa a la desigualdad y la pobreza que vive la mayoría de
la población. Y dentro de estas reformas la principal, sin duda, es la
educativa.
*Ex
presidente del PRD
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