martes, 21 de agosto de 2012

La debilidad de la arrogancia


Esos fanáticos que al menor estímulo se deshacen —literalmente— en insultos y acusaciones son la antítesis de la democracia que dicen buscar.


En la reunión de las izquierdas llevada a cabo en Acapulco, Guerrero, dije a un periodista que todos los partidos y candidatos debieran acatar las resoluciones del TEPJF; que eso era un imperativo legal y que si la izquierda se asumía respetuosa de la Constitución, entonces no tenía mas alternativa que la de acatar el fallo del Poder Judicial.

Eso lo dije asumiendo que la izquierda debe superar aquel anacrónico concepto de que hay una legalidad que podemos acatar y hay otra que podemos despreciar. Acto seguido, a mi cuenta de Twitter llegaron muchos comentarios en donde sobresalían las agresiones personales, los insultos y las consabidas acusaciones de traidor a AMLO, a los principios, a la lucha revolucionaria, a la causa, al pueblo.

Acusar de “traidor” a quien simplemente tiene una opinión diferente, es signo inequívoco de intolerancia y sobre ello ya he expresado antes algunos comentarios, pero creo que a esa actitud de intolerancia existe estrechamente vinculada a otro comportamiento igualmente dañino: el de la arrogancia.

Dice Carlos Pereda que: “Cualquier arrogante deja entender que supreeminencia se desprende de su capacidad de negar. La persona arrogante hace del engrandecimiento, por medio del desechar y envilecer, un aceitado mecanismo que pone a funcionar al menor estímulo” (Carlos Pereda, Crítica de la razón arrogante, Taurus, 1999.)

Los fascistas, por ejemplo, buscan autoafirmarse siendo arrogantes e intolerantes con todos aquellos que no comparten sus “principios”, su visión ideológica, sus creencias; los fascistas se autoafirman a partir de negar sistemáticamente cualquier otro pensamiento o negarle a las otras personas incluso con agresión y el insulto, el derecho a pensar diferente. Son intolerantes porque asumen su ideología o credo como preeminente y naturalmente superior, para así levantar, dice Pereda: “una acariciada muralla entre la persona arrogante y todos los demás”.

El arrogante, continúa el filosofo: “procura separarse y separar; confía con fervor en sus claras e indiscutibles jerarquías [y] de esta manera no se aceptan mas que cómplices y sólo reconocen a quienes están dispuestos a abrazar sin el menor reparo —o como se dice sin chistar— la escala de valores propia del arrogante y, sobre todo, a quienes comparten el enfático menoscabo de todo lo que no está de acuerdo con su creer o desear [...] La persona arrogante no oye, ni ve, ni recuerda… ni imagina mas que su supuesta magnificencia”.

Pero esa “magnificencia” del arrogante necesita de una razón. Para Hitler lo era la supuesta superioridad racial; para Stalin la superioridad de clase y para otros, esa razón, la es, más genéricamente… el pueblo. Para hacer valer su intolerancia tienen que hablar a nombre de todo el pueblo. Y no hay más fútil y vana arrogancia que autoasumirse como los únicos voceros y representantes del pueblo.

Esos fanáticos que al menor estímulo se deshacen —literalmente— en insultos y acusaciones son la antítesis de la democracia que dicen buscar.

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