En el año 2008 dio inició una crisis financiera internacional, como no se había visto desde el Jueves Negro de 1929. Este fenómeno tuvo su epicentro en las economías más desarrolladas y se expandió rápidamente a todo el mundo debido a los niveles de interdependencia económica existentes en la era de la globalización.
Ante la severidad de la crisis, la mayoría de los países coincidieron en diagnosticar el origen del problema en la desregulación financiera llevada a cabo en las últimas dos décadas por gobiernos de diferentes signos de todo el espectro ideológico, incluidos los socialdemócratas europeos.
El G8, foro en donde confluyen las principales economías a nivel mundial, tuvo inclusive, una reunión en donde sus integrantes, más algunas naciones invitadas para la ocasión, concluyeron que resultaba urgente una reforma del sistema financiero internacional enfocada hacia una mayor regulación en este sector.
Desafortunadamente, el poder que concentran los principales actores del sistema financiero (instituciones financieras internacionales, bancos, corredurías, etcétera) y la persistencia del dogma neoliberal de “la mano invisible del mercado” (la autorregulación), impidieron que se llevara a cabo una reforma regulatoria de gran calado. El resultado ha sido la imposibilidad de una recuperación real y sostenida de la economía internacional y la existencia de procesos de crisis recurrentes en varios países, incluido el nuestro.
Ante esta crisis financiera internacional y la presencia de un severo estancamiento de la economía en una parte importante del mundo, son necesarios cambios profundos y nuevos derroteros. En México resulta indispensable un cambio verdaderamente sustantivo del modelo económico que deje atrás el llamado “Consenso de Washington” y se inicie la construcción de una economía social de mercado cimentada en un desarrollo sostenido, sustentable e incluyente, que, en el marco de un proceso de redistribución del ingreso, tenga por objetivo la promoción del crecimiento económico, la generación de empleos y el combate de las inequidades.
Para lograr lo anterior, se requiere de una regulación pública que permita redefinir el papel del Estado y el del mercado. No son sostenibles ni el viejo estatismo ni un capitalismo salvaje (ultraliberalismo). En sentido diferente, debemos transitar hacia una economía social de mercado en donde el poder público, sin asfixiar la creatividad y la innovación de los particulares, acote y evite los excesos y distorsiones que sin dicha debida regulación, constantemente se presentan.
Ciertamente se requiere apoyar al sector empresarial nacional con políticas apropiadas en el ámbito fiscal, financiero, para restablecer los mecanismos del financiamiento productivo y al mismo tiempo avanzar hacia una consistente regulación antimonopólica para que exista una sana competencia que se traduzca en mejores precios y calidad de mercancías y servicios, en mayor producción y consumo. A la par, se necesita de una fuerte inversión productiva por parte del Estado para superar rezagos en áreas estratégicas (como la educación, la investigación y el desarrollo del conocimiento); para impulsar la creación de millones de nuevos empleos; para alentar el mercado interno, y finalmente para garantizar la adecuada inserción del aparato productivo nacional en los circuitos comerciales internacionales.
Al dejar atrás el modelo basado en la sobreexplotación petrolera, en la especulación financiera y en el apoyo a los monopolios privados, se darán pasos significativos hacia una economía productiva que genere nuevos empleos y con ello se combata de manera eficaz la terrible desigualdad y la pobreza que padece la mayoría de la población.
Ésta es la alternativa que debe de plantearse desde la izquierda y que se encuentra enarbolada por AMLO, es decir, la de un Estado democrático, social y de derecho que preserve la libertad individual, la democracia política y que impulsa una verdadera economía de mercado regulada, sin monopolios y socialmente rentable.
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