La Cámara de Diputados ha reformado el artículo 24 de la Constitución y eso dio pie para que se alentara una discusión, nuevamente, entre lo que deben ser las responsabilidades políticas del Estado y el derecho de las personas a profesar o no alguna religión. Esta discusión parecía ya superada en nuestro país y por lo tanto no había razón que justificara la alteración del texto constitucional.
La iniciativa que fue presentada por el grupo parlamentario del PRI, obedeció a una coyuntura política —la presencia del Papa en México a principio del próximo año— que empata con las pretensiones de una parte de la jerarquía católica para posibilitar la enseñanza religiosa en las escuelas públicas. Como es conocido, esta pretensión es añeja y algunos de los ministros de la iglesia católica no quitan el dedo del renglón.
Quizás, este tema se trató en la entrevista de Peña Nieto con el Papa y derivado, posiblemente, de algún compromiso contraído por el entonces gobernador mexiquense, es que el PRI presentó dicha propuesta de modificación constitucional.
Originalmente, en esta iniciativa se planteaba “la obligación del Estado para garantizarle a los padres que sus hijos recibieran educación religiosa” y resultaba obvio, que por esta vía se anulaba de facto, el precepto constitucional que establece que la educación que imparta el Estado debe ser laica. Sin embargo, por la acción de varios diputados del PRD y algunos del propio PRI, se impidió que dicha iniciativa prosperara; y aunque el artículo 24 se cambió en algunas palabras, el contenido esencial no fue trastocado. Aun así, el Senado debería rechazar tales modificaciones.
Este asunto necesita verse como una llamada de alerta, pues ahora mismo podemos observar a varios políticos (incluidos los candidatos presidenciales) elaborando sus discursos proselitistas alrededor del tema de la moral y lo religioso.
Según estos, la parte sustantiva de nuestra problemática como nación, está concentrada en la ausencia de una moral que nos guíe, a cada individuo, en nuestro comportamiento dentro de la sociedad. Por lo tanto, —nos dicen— la respuesta a la grave crisis del país, está en encontrar a un líder moral que sepa conducir a México por la senda del bien. Un Kim II-Sung o un Jean-Marie Le Pen.
Si los ciudadanos también compartiéramos esta confusión, nos enfrentaríamos al emitir nuestro voto, a un dilema más de tipo moral y religioso (escoger entre lo que cada uno considere como el bien y el mal) y no -como debería ser- a una decisión estrictamente ciudadana que tenga que ver con elegir entre programas y propuestas políticas, para el mejor desarrollo democrático e igualitario de una sociedad que es plural y diversa en todos los sentidos (cultural, moral, religiosa, política, étnica, etcétera).
No discernir entre lo que es una garantía individual para adoptar cualquier visión moral, con la necesidad de una ética pública que se sustenta en el derecho y el cumplimiento de la ley, es un gran disparate que le puede costar mucho a la República.