Al preguntarle a los ciudadanos latinoamericanos y de manera especial a los mexicanos, qué opinan de la “democracia” que viven, la respuesta claramente mayoritaria es de rechazo. Incluso un número importante preferirían un régimen autoritario si éste les garantizara orden, seguridad pública y bienestar social.
El desencanto y hasta el repudio hacia todo aquello que tenga que ver con la política (los partidos, desde luego) está directamente condicionado al creciente deterioro de las condiciones de vida de la población. La ciudadanía percibe que con “esta democracia realmente existente” no se está avanzando hacia mayor bienestar y, por el contrario, México retrocede hacia mayor inseguridad, corrupción, desempleo y pobreza. Hay decepción, pero sobre todo incertidumbre acerca del futuro inmediato del país y la hay, especialmente, en lo que respecta a la vida de las personas, de sus familias.
Es entonces, explicable, que la ciudadanía no vincule bienestar personal y familiar con democracia y quizás por ello mismo podríamos entender por qué un importante número de electores están volteando la vista hacia el pasado priista como una posible salida a esa terrible incertidumbre.
En la historia del país, es frecuente ese sentimiento de buscar, desesperadamente, en el pasado, las soluciones que no se encuentran en el presente y que menos se vislumbran en el futuro. En el periodo de tiempo comprendido entre la consumación de la Independencia de la monarquía española en 1821 y la restauración de la República en 1867, los entonces nostálgicos del pasado promovieron para México dos imperios, dos anexiones, e instalaron a una alteza serenísima que ocupó durante diez ocasiones la Presidencia. Más adelante, Porfirio Díaz se levanta en armas contra la reelección del entonces presidente Lerdo de Tejada, y el tuxtepecano se instala en el poder por más de 30 años.
A principios del siglo pasado, se hace una revolución para recuperar la República y, en el nombre de esa revolución, se instala un maximato y una “monarquía sexenal” que duró ocho décadas.
Hay en el país una especie de “maldición” por reinstalar al pasado y tratar de encontrar en éste las respuestas que no localizamos en el presente de extravío e incertidumbre.
Ahora mismo, ante el fracaso que significaron los dos gobiernos panistas de la alternancia, algunos sectores de la sociedad, de nueva cuenta, suspiran nostálgicos por el pasado y ven no sólo posible sino incluso indispensable el regreso del priismo autoritario y corrupto, del poder omnímodo, del presidencialismo absolutista y metaconstitucional.
Como es conocido, en nuestra historia nacional cualquier intento de regreso al pasado ha significado una tragedia y los males que se querían corregir aparecieron revitalizados y más dañinos. Si aprendemos de la historia, la tragedia podría repetirse y de nueva cuenta se podría abrir camino para la restauración del viejo régimen, aquel que la democracia no ha podido sustituir.
Habría, sin embargo, un agravante que es obligado tener en cuenta. Sabemos que el presidencialismo de viejo cuño (el del priismo anclado en el nacionalismo revolucionario) sometía, cuasi de manera absoluta, a todos los demás poderes (a los formales de una República simulada y a los fácticos, incluidos los económicos y mediáticos). Emilio, El Tigre, Azcárraga, el hombre todopoderoso de la televisión, comprendió la regla del presidencialismo y se asumió como “un soldado del Presidente”. Ahora, hay una diferencia fundamental y se ha cambiado una de las ecuaciones que definían, entonces, la estructura del poder político: El poder de la televisión monopolizado, antes sometido al Presidente, ahora se encuentra en la circunstancia de someterlo.
Así sucedería sí Peña Nieto ganara la elección presidencial.
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