martes, 18 de agosto de 2015

El mito de los salvadores de la patria


Thomas Carlyle, el célebre escritor escocés, decía que “la democracia es la desesperación de no encontrar héroes que nos dirijan”. Esta definición sobre la democracia es, lamentablemente, la que con terquedad hemos insistido en asumir la gran mayoría de las y los mexicanos a lo largo de nuestra vida como nación. Nuestra historia nacional escrita es la referencia casi exclusiva a esos héroes, a esos individuos “excepcionales, singulares” a los que Carlyle asigna “todo el avance de la humanidad”.

Si el autor de Los héroes tiene una visión casi totalitaria sobre el papel que juegan tales individuos “excepcionales” en la historia de la humanidad, ésta no es diferente a la que comparte la mayoría de las y los mexicanos, incluida una buena parte de los que se asumen de izquierda y que ven la presencia de “los salvadores” como una necesidad de sobrevivencia de la nación.

Por eso, a personajes como Hidalgo los adoptamos como a nuestros “Padres de la Patria” y lo mismo sucedió con Antonio López de Santa Anna, “su alteza serenísima”, a la cual en once ocasiones le fueron a buscar para que, como Presidente de la República, “salvara” a la patria. Así también sucedió con Juárez y no fue diferente con Porfirio Díaz.

En el siglo XX, los caudillos revolucionarios, los presidentes de la República, crearon a Pedro Páramo y nos convirtieron, a todas y a todos los mexicanos, en sus hijos, porque, como decía Federico Campbell: “Pedro Páramo es una mentalidad, un resultado histórico y social”.

De la misma manera, a principios del siglo XXI, seguimos como nación buscando a ese padre y, por ello mismo, muchos de los que pretenden ser  presidentes buscan denodadamente aparecer ante la gente como los nuevos “salvadores de la patria”, buscan reencarnar en nuevos Juárez, en nuevos López, en otros Porfirios, es decir, en esos seres excepcionales, únicos, singulares, insustituibles, infalibles y a los que el pueblo de México —así lo piensan— sigue esperando.

Esta cultura política resultado de la visión individualista, personalista de los acontecimientos históricos y de los  procesos sociales; esta visión feudal de identificar al Estado en un individuo, nos recorre horizontalmente como país y de manera particular se recrea en la vida de los partidos políticos.

A mediados de enero de 2012, el entonces candidato presidencial del PRI se reunió con un grupo de periodistas y politólogos a quienes externó su opinión sobre varios temas, pero puso énfasis en los relacionados a la gobernabilidad del país. Ahí dijo estar en favor del presidencialismo, de disminuir el número de legisladores, de darle mayor peso y amplitud cuantitativa a la cláusula de gobernabilidad; habló de las minorías eventualmente virulentas, rudas, difíciles; de fortalecer al Poder Ejecutivo y evitar lo que identificó como “la trampa de la relación del Ejecutivo-Legislativo”.

Peña Nieto reflejaba con sus palabras lo que decía Ernst Cassirer: “Siempre que hay una empresa peligrosa y de resultados inciertos surge una magia elaborada y una mitología conectada con ella (...) En situaciones desesperadas, se recurre a medidas desesperadas y si la razón nos falla, queda el último recurso, queda el poder de lo mitológico. El anhelo del caudillo aparece cuando un deseo colectivo ha alcanzado una fuerza abrumadora y, por otra parte, se ha desvanecido toda esperanza de cumplir ese deseo por la vía normal, ordinaria (democrática) y se declara que los vínculos sociales como la ley, la Constitución, han perdido todo valor y lo único que queda es la autoridad del caudillo, y el caudillo es toda la autoridad”. (Ernst Cassirer. El mito del Estado. FCE, México, 1968).

En sentido diferente, la izquierda debería comprender que en tiempos de crisis es cuando hay que derrumbar las antiguas formas de dominación y, dentro de éstas, se encuentra el mito de que por su idiosincrasia, el pueblo de México necesita un nuevo “salvador de la patria”.

El cambio verdadero en el país debiera hacerse al margen de esa simbología mitológica que se empeña en sustituir a la razón política. Avanzaremos en la medida en que dejemos de idolatrar al personaje providencial, al cacique, para, en sentido diferente, construir un nuevo régimen de gobierno apuntalado en una nueva mayoría social y política, en un sistema de instituciones democráticas y en un nuevo pacto social.

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