Escribe Jesús Silva Herzog Márquez que ahora cuando hablemos del Estado mexicano debemos entrecomillarlo. Debemos decir “Estado” mexicano para que las comillas pongan en razonable duda su existencia. Tiene razón el prestigiado analista y reafirma —con la contundencia a la que nos tiene acostumbrados— lo que hemos estado diciendo desde hace varios años: el “Estado” mexicano experimenta una crisis orgánica que, según una definición de Gramsci, es aquella en donde “la clase dominante no es más —dirigente— sino únicamente dominante, detentadora de la pura fuerza coercitiva. (…) La crisis consiste, justamente, en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer”.
¿Se puede, siguiendo el razonamiento de Gramsci, conducir al Estado sólo a partir y exclusivamente de la fuerza coercitiva? Eso podría haber sido posible en los tiempos del nacimiento de los Estados en donde los monarcas, los príncipes en las ciudades-Estado contrataban mercenarios (condottieri) para constituir una fuerza militar que sometiera a su poder a todos aquellos individuos (señores feudales, siervos) que habitaban determinado territorio que el monarca consideraba como su patrimonio. Eso sucedía en el Estado primario, pero esa visión de la antigüedad resultaría —en los Estados modernos— claramente incomprensible, insostenible.
Ahora, el uso de la violencia como monopolio del Estado, es obviamente insuficiente para la conducción del Estado y eso lo podemos observar en muchas partes del mundo, pero de manera especial, lo vivimos en nuestro país.
Desde la anterior administración de Felipe Calderón se privilegió la estrategia bélica para abatir la criminalidad. Sin la visión de fortalecer al Estado, se desplegó en todo el territorio al Ejército y a la Marina Armada, pero no se trabajó en la recomposición del sistema de justicia, el cual, al permanecer intacto y plagado de vicios, continúa ofreciendo alternativas a los delincuentes para burlar la ley, evidenciar la debilidad del mismo Estado e incrementar su poderío bélico.
Esa misma estrategia es la que aplica Peña Nieto, utiliza lo coercitivo sin ninguna visión diferente, por lo tanto, los resultados son iguales a los de Calderón.
La crisis orgánica del “Estado” mexicano súbitamente trasciende fronteras, y es más evidente ahora, casi a la mitad de la administración de Peña Nieto, quien suma un escenario crítico a los varios que ya tiene y que no ha podido zanjar en bien de las instituciones y la estabilidad del país.
Es insuficiente, entre otros aspectos, porque el “Estado” mexicano no tiene el monopolio de la violencia: ese monopolio se lo disputan (y con gran eficacia) otros poderes, particularmente los de la delincuencia organizada, cuya fuerza es de tal naturaleza que, como lo vemos, supera a la propia del “Estado”. Estas últimas, las fuerzas armadas del crimen organizado, controlan una buena parte del territorio y, dentro de éste, las cárceles.
Evidente, son una especie de territorios autónomos dominados por la delincuencia, que con su enorme poder económico, con su gran capacidad corruptora, con su creciente fuerza armada ha suplido al “Estado” en la organización, conducción, dirección y control de varias instituciones del Estado, entre ellas, las penitenciarías. Hay muchos ejemplos para demostrarlo, pero el más evidente, el más dramático y patético lo significa la reciente fuga de El Chapo Guzmán de la cárcel de alta seguridad del Altiplano.
Habrá quienes celebren el “ingenio y la audacia” de El Chapo; escribirán y cantarán corridos recordando “la hazaña”; podrán hacerse guiones cinematográficos como los que se hicieron hace años para relatar los crímenes de El Negro Durazo. Y quizás eso resulte inevitable, pero atrás de todo ello existe el tremendo drama de un gobierno, el de Peña Nieto, que ante el país completo y ante el mundo aparece haciendo no sólo el mayor de los ridículos, sino que, además —lo más peligroso—, se muestra al “Estado” mexicano en una fase aguda de su crisis orgánica y, en consecuencia, expresando sus limitaciones que son, posiblemente, irremediables.
La crisis del “Estado” nacional es de tal naturaleza que no sólo no dirige, sino que parece que tampoco domina.
*Expresidente del PRD
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