jueves, 3 de octubre de 2013

Libertad, legalidad y democracia

Era el mes de julio de 1997 cuando en el centro político de México, la Izquierda y de manera particular el PRD, ganaba las primeras elecciones para la jefatura de gobierno del DF. Ello había sido posible, entre otras causas, porque en el periodo de 1994-1996, con el impulso principal de la izquierda, se habían materializado nuevas e importantes reformas de carácter político que atacaban y debilitaban el autoritarismo y la hegemonía del régimen de partido de Estado. 

El Jefe de gobierno electo fue Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, el líder principal de la izquierda mexicana y el mismo que nueve años antes había ganado—aunque no fuese reconocido así por el órgano electoral que controlaba y presidía Manuel Bartlett— las elecciones presidenciales en 1988.

Cárdenas Solórzano llevó a cabo en el Distrito Federal, un gobierno de apertura a libertades que convirtió a la Capital de la República en un símbolo democrático para la izquierda y en una isla de ejercicio de derechos, contrastando con los gobiernos autoritarios imperantes en la gran mayoría de las entidades federativas del país.

El Gobierno de Cárdenas fue bien reconocido por la ciudadanía del Distrito Federal y de la misma manera fue aquilatado por buena parte de los ciudadanos que habitaban en otros estados. Por ello, el PRD, consideró positivo que Cárdenas se postulara—nuevamente—como su candidato presidencial en las elecciones del año 2000. Con ese propósito, Cárdenas solicitó licencia como Jefe de Gobierno y quien en su lugar ocupó tal responsabilidad fue Rosario Robles.

Este hecho aconteció en 1999 mismo año en que se desarrollaba un movimiento de estudiantes de la UNAM que reclamaban, entre otras demandas, que no se pagara cuota alguna para ingresar a la educación superior pública y que se eliminara el examen de admisión a la propia Universidad Nacional Autónoma de México.

Los dirigentes de este movimiento estudiantil se agruparon en el CGH (Consejo General de Huelga) que durante algunos meses estaba llevando a cabo diversas acciones para hacer valer sus demandas. Suspendieron las clases en la UNAM, hicieron manifestaciones de diversa naturaleza y en un momento dado, decidieron—como medida de presión—bloquear el Periférico que era y sigue siendo, la principal arteria de comunicación vial de la ciudad capital. 

La reacción del Gobierno perredista encabezado por Rosario Robles, que como hemos mencionado anteriormente, sustituía a Cuauhtémoc Cárdenas, fue la de impedir, con el uso de la fuerza pública (los granaderos y otros cuerpos policiacos) la obstrucción, por el CGH, de dicha vialidad.

Igual que ahora con la CNTE (Coordinadora Nacional de los Trabajadores de la Educación), después de diversos intentos de diálogo que no prosperaron, la policía enfrentó a los estudiantes universitarios y se impidió que se bloqueara dicha arteria. Hubo empujones, golpes, gases, cohetones, corretizas, persecuciones, algunos estudiantes aprendidos y personas lesionadas de ambas partes. Pero finalmente no se obstruyó el Periférico.

En los noticieros algunos comunicadores afirmaban la acción como positiva y desde luego, otros periodistas y comunicadores junto a dirigentes políticos, acusaron al gobierno perredista de represor y de conculcador de la libertad de expresión. "La izquierda represora" llamaban al PRD y así mismo calificaban al gobierno de la Capital.

Con esta acción del gobierno perredista en 1999 en mente, pregunto: ¿Se conculcó el derecho a la manifestación libre de las ideas? ¿El gobierno perredista traicionó sus principios? ¿Se volvió un gobierno de derecha, represor de los ciudadanos? ¡Sostengo que no! Y reafirmo que, por el contrario, en la disyuntiva de que se permitiera bloquear el Periférico o se preservara el derecho al libre tránsito de millones de capitalinos, se optó por preservar el interés general (sin atentar contra el derecho a manifestarse de una parte) y se actuó de manera adecuada, correcta.

No está por demás mencionar que el entonces presidente del PRD, Andrés Manuel López Obrador, los demás dirigentes del partido y todo el gabinete del gobierno de la ciudad (Alejandro Encinas era secretario de medio ambiente) apoyaron y avalaron la intervención de la policía.

Me ayudo de esta historia, para hacer una reflexión sobre lo acontecido el el viernes 13 de septiembre en el Zócalo de la capital del país, y sus inmediaciones a propósito de las acciones de protesta de la CNTE.

Para este caso, el Presidente actual del PRD Jesús Zambrano, ha dicho—como en su circunstancia lo hizo López Obrador en 1999— que la ciudad Capital es la ciudad de las libertades y, adecuadamente, ha agregado que las libertades de que se gozan son de y para todos sus habitantes. Por tal afirmación ha recibido Zambrano—por los mismos que nos señalaron como "represores" en 1999—algunas críticas y se le ha acusado—como se acusó al PRD hace 14 años—de avalar e incluso auspiciar la represión contra los maestros de la CNTE y otros ciudadanos.

Estas opiniones de algunos sectores dentro de la misma izquierda, se siguen sosteniendo en la anacrónica concepción de que la legalidad es sólo pieza de una superestructura creada por la burguesía y utilizada como instrumento de dominación sobre el proletariado, o es simplemente—para los que no han oído ni leído de Marx—mero instrumento de control sobre el conjunto de los pobres. En consecuencia—desde esta visión obsoleta, lineal y obtusa—la lucha por cualquier cambio político-social deberá implicar, necesariamente, el combate contra la ley o, en el mejor de los casos, atenderla o no, según convenga a una estrategia política. ¡Este anacronismo político es equivocado y, desde luego hay que enfrentarlo en el terreno de las ideas!

Sin embargo, ajustarse a la legalidad constitucional como uno de los principios de una izquierda democrática, no contradice en modo alguno el derecho inalienable de los ciudadanos a la desobediencia civil. Tan es así que nuestra propia Constitución lo contiene en su articulo 39 que dice "que la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de este. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno".

Así dice nuestra Constitución, pero se equivocan aquellos líderes políticos y grupos sociales que identifican todo acto contrario a la ley como actos legítimos de desobediencia civil.

"La desobediencia civil, dice Habermas, es bien entendida como instrumento no convencional de participación de la voluntad política, porque actúa, como válvula de seguridad del sistema político democrático y como una forma de manifestación de importantes sectores de la población que (para todo propósito democrático) resulta indispensable".

Pero por ello mismo, "la desobediencia civil no puede estar motivada por ningún particularismo sino por el deseo de universalización de propuestas que objetivamente mejorarán la vida en sociedad, la convivencia democrática y civilizada. Es así que resulta imposible entender un movimiento de desobediencia civil que únicamente se limitase a defender conveniencias particulares" (Emilio Alvarado. Universidad Complutense de Madrid). 

Por ello los movimientos clásicos de desobediencia civil que conocemos, como los de las mujeres sufragistas, los de Martin Luther King, Gandhi y Mandela, se justificaban plenamente, en la medida que llamaban a la desobediencia (necesariamente pacífica) a leyes que impactaban en el conjunto de la sociedad y anulaban derechos humanos de las grandes mayorías (el derecho al sufragio universal y libre, a la igualdad jurídica, a la no discriminación, etcétera). De esta manera podríamos entender, como dice el mismo Emilio Alvarado, "que si bien todo acto de desobediencia civil es un acto de desobediencia a la ley, no todo acto de desobediencia a la ley es un acto de desobediencia civil".

La desobediencia civil podrá negar derechos de genealogía, no democráticos o que pretenden perpetuar privilegios injustificables, pero el ejercicio de la desobediencia civil no debe vulnerar aquellos otros derechos democráticos que fueron adquiridos por el conjunto de la sociedad y que están establecidos en las leyes y en la propia Constitución.

Por ello mismo es que una izquierda contemporánea y libertaria debe asumir que en las sociedades democráticas o con aquellas que aspiran a serlo, el ejercicio de las libertades y de los derechos de los ciudadanos—aun el de la desobediencia civil—tiene el límite del ejercicio de las libertades y los derechos de los demás; que no hay libertades absolutas y que el ejercicio de éstas está limitado al ejercicio de las libertades de los otros. 

Giovanni Sartori afirma "que la idea de la libertad en la Ley se contrapone con creciente frecuencia (a) la idea de que la libertad es liberarse de las leyes y que las leyes son una merma de libertad". "Leer en la leyes—continúa Sartori—una infracción de libertad es olvidar que las libertades en cuestión, como lo son las políticas, no son interiores sino de relación; libertades entre individuos, grupos, organizaciones y por lo tanto libertades orientadas a coexistencia en libertad".

Ciertamente, la clave se encuentra en esta expresión de Sartori:libertades orientadas a coexistencia en libertad.

¿Expresarse, manifestarse a favor o en contra de una idea, de un concepto, de un precepto, e incluso de una ley es una libertad legítima, indiscutible—y yo preguntaría—imprescriptible de los maestros afiliados a la CNTE? Desde luego que la respuesta debe ser afirmativa. Pero, me pregunto si se tiene la misma legitimidad cuando esa libertad se ejerce afectando la libertad de los demás. Pienso que no.

El mismo Sartori explica "que la libertad de cada uno debe encontrar su límite (o si se quiere su no-libertad) en la reciprocidad, en el respeto de la libertad de los demás (…). A Fulano le está prohibido dañar a Mengano y, viceversa, a Mengano le esta prohibido dañar a fulano: Ambos deben ser no-libres de hacer daño al otro (y a terceros)".

¿Cómo entonces conciliar la libertad de una parte con la libertad de todos? La respuesta se encuentra, precisamente, en la ley.

Sé bien que las leyes pueden responder a intereses particulares y/o a relaciones de fuerza y que además son, frecuentemente interpretables y aplicables de manera diversa; pero también es cierto, que las leyes introducen objetividad, previsibilidad, seguridad y sobre todo ello, generalidad, universalidad; es decir, están o deben estar concebidas y elaboradas en razón del interés general, del interés superior que es el del conjunto de la sociedad. Es verdad qué no siempre sucede así, pero una circunstancia específica no debiera conducir a suprimir la prevalencia de la ley (que, como norma, debe expresar la voluntad general sobre cualquier voluntad individual o sobre cualquier interés particular).

Por ello mismo la legitimidad de un Estado democrático está dada por la legalidad. En la democracia, los individuos, los grupos sociales, económicos, políticos y, de manera especial, el gobierno, deben estar, todos, sujetos a la ley que es lo que puede impedir cualquier intento—en el nombre de la libertad, de una clase social, de intereses particulares, de la justicia o de la autoridad—de cometer abusos, injusticias, agravios contra el conjunto de la sociedad o contra un individuo.

Siendo, entonces la ley, la principal fuente del derecho, es también expresión de la soberanía, es decir, de la voluntad general. 

De nueva cuenta cito a Sartori que se pregunta: "¿Los derechos son libertades de o libertades para? Son, libertades de convertidas en libertades para. Y en la misma medida que aumenta el elenco de los derechos, también la libertad política se expande en forma de libertad económico-social y la libertad liberal se convierte en libertad democrática (…). Cuando se afirma que la libertad y legalidad son indisolubles, se entiende que solo hay un modo de construir un orden político no opresivo, esto es: despersonalizar y limitar lo mas posible el poder político. Lo que tenemos en mente es el constitucionalismo y el Estado de derecho que somete al hacedor de las leyes a las leyes que hace. Es en este contexto donde se sostiene que la libertad dentro de la ley y no la autonomía, es lo que constituye el baluarte de las sociedades libres".

Por ello, frente a una visión de izquierda, que en razón de ideologismos y dogmatismos, desprecia la legalidad, debe existir y prevalecer otra visión de izquierda que comprenda, indubitablemente, que la legalidad es fundamental para la democracia, pero que además, es un instrumento esencial que debe utilizarse para avanzar hacia el necesario cambio social. La legalidad no es un obstáculo para el cambio; es, al contrario, una herramienta muy útil para lograrlo. Democracia y legalidad son incomprendidas si se toman separadas. Son una y otra; no una sin otra y menos una a costa de otra.

La izquierda progresista debe definirse en la premisa de que su acceso al poder y su capacidad de influencia para atender y contribuir a resolver los grandes problemas del país y de la gente, pasan por la vía de la legalidad y la democracia, es decir, por ensanchar, desde grandes reformas políticas, económicas y sociales, los espacios, desde el poder o desde la oposición, para construir una gobernabilidad democrática, un Estado de derecho y una efectiva igualdad social.

La definición anterior ¿Significa que la izquierda progresista y democrática soslaya o menosprecia a los movimientos sociales, civiles, gremiales que actúan o se desenvuelven al margen de los partidos o de "la institucionalidad"? Nada mas alejado de la realidad.

En sentido contrario, la izquierda debe asumir que la gobernabilidad democrática no se agota en la existencia de un sistema de partidos, sino que mas allá de estos, debe comprender, de manera incluyente, las múltiples y diversas formas de participación ciudadana que procuran ejercicio pleno de los derechos sociales y políticos.

Esto pareciera ser aceptado por todos, y sin embargo no es así. Los problemas surgen cuando se piensa—por una parte de las derechas—que la democracia solo se ejerce por intermedio de las instituciones y entonces ubican cualquier manifestación del movimiento social en las calles como antítesis de la institucionalidad y de la gobernabilidad.

Alfonzo Sánchez Rebolledo escribió: "Juzgar toda resistencia pacífica como ilegal no solamente es una demostración de intolerancia, sino también negación de la política, actividad que por su naturaleza es propia de los ciudadanos y no posesión exclusiva de los partidos". Esto es cierto, pero, en sentido contrario, igualmente es un grave error político suponer—como lo hace una parte de las izquierdas—que el sistema político de partidos es antítesis del movimiento social, o, peor aun, que el movimiento social sólo se podrá desarrollar a costa de la institucionalidad representada por los partidos y las estructuras que estos representan, incluyendo al Estado mismo. Condenar todo movimiento social y descalificar todo esfuerzo partidario dentro de las instituciones del Estado son dos apreciaciones erróneas y ambas atentan contra todo esfuerzo por construir en nuestro país una verdadera Gobernabilidad Democrática.

Por eso, muchos sectores de derecha asocian a la democracia con la ingobernabilidad y otros, de la ultra izquierda, frecuentemente vinculan al sistema de partidos con autoritarismo. Para una parte de la derecha es autoritarismo que se haya legislado en materia de combate a los monopolios, como, para una parte de la CNTE, es autoritarismo el que el Congreso haya legislado reformas al sistema educativo.

Es cierto que nuestro sistema de partidos es débil, que tiene grandes carencias, que le falta representatividad, que padece de corrupción, pero el reconocimiento de esa realidad no puede conducir a nadie a concluir que debemos desaparecerlo. Esa conclusión es completamente equivocada y solo posibilita la regresión y la restauración del viejo sistema autoritario de partido de Estado.

Carlos Pereyra escribió que la tesis de la ingobernabilidad producida por la democracia (y podría decirse que por la política) es el relanzamiento de la reacción primaria (inclusive en el pensamiento liberal) frente a la universalización de la ciudadanía.

Los límites de la gobernabilidad, continuaba Pereyra, están dados, en cualquier caso, por la capacidad estatal de asimilar las variaciones impuestas por la voluntad social. Allí donde el ejercicio de gobierno supone el ejercicio sistemático a procedimientos coercitivos, hay un bajo grado de ingobernabilidad. "Si bien esto depende en primer término de los gobernantes para conducir la cosa pública por las vías institucionales, también es responsabilidad de los gobernados (y en particular de la oposición política) mantener su actividad dentro de los causes que no signifiquen la ruptura del orden social. Las fuerzas políticas opositoras no han de procurar la destrucción del Estado sino su reordenamiento. Conservar (construir) la gobernabilidad democrática de la sociedad es tarea de la fuerza política que ejerce el poder como de las fuerzas que aspiran a ejercerlo.

Concluyo: El gobierno de Enrique Peña Nieto (o cualquier otro) no podrá garantizar gobernabilidad si su acción se concentra en los métodos ilegales, coercitivos, punitivos.

Contrario a eso, el gobierno requerirá de la política y del diálogo para avanzar en la solución de los problemas del país. Pero la oposición de izquierda (la que actúa en los partidos o en el movimiento social) será incapaz de ser alternativa política y de gobierno sino logra, ahora mismo, desprenderse de la idea de que la legalidad es un fardo que obstruye su crecimiento; zafarse del dogma de que las reformas—no importa su contenido—solo contribuyen a mantener el statu quo; renunciar al pensamiento esclerotizado de que la nueva sociedad de justicia sólo podrá levantarse desde las ruinas humeantes del Estado.

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